Se cumplen hoy los treinta años de la creación del Ministerio de Defensa. Una efeméride redonda, propicia a la celebración y a la exhibición del titular de turno en la cartera. Nada que escandalice, ni siquiera a la siempre escandalizable oposición del Partido Popular. Este mediodía, en la sede ministerial, hubo una celebración institucional que presidió el Rey. A ella asistieron todos los ministros que pasaron por el Departamento a lo largo de las tres décadas. Sólo faltaron dos: el capitán general (lo fue a título póstumo) Manuel Gutiérrez Mellado y Agustín Rodríguez Sahagún. Las viudas de ambos cubrieron su ausencia.
Apenas sin darnos cuenta, en treinta años, las Fuerzas Armadas han dejado de ser vistas con el lógico y comprensible recelo ciudadano (la de Franco fue también una dictadura militar), para formar parte del entramado institucional y administrativo del Estado. Ha sido un largo recorrido, no siempre bien comprendido por la sociedad española. Y, lo que es más importante, se trata de un recorrido de ida, sin retorno posible a los usos y modos de un pasado que, para una gran mayoría de ciudadanos, empieza a ser lejano. Ni la sociedad, ni los propios militares (las tres Armas tienen hoy los profesionales mejor preparados de nuestra Historia pasada y reciente) están para cuartelazos o ruidos de sables. Son otros tiempos. Son otros intereses y otros valores ampliamente compartidos por el cuerpo social. Por fortuna.
No obstante, una parte de la sociedad española se cuestiona algo críticamente el por qué, la composición y el uso de las Fuerzas Armadas. Y es el momento en el que habría que recurrir al sentido común, al realismo del mundo del siglo XXI, para hacerse cargo de que las Fuerzas Armadas, como tales, son un elemento más de la política exterior e interior de cualquier Gobierno legítimo. Eso en primer lugar.
Voluntariamente –hagamos abstracción de la charlotada de Aznar en el islote Perejil, aunque lo de Iraq fuera muchísimo más grave— ningún gobierno, sea cual sea su signo político, va a meter a España en una guerra al modo clásico. De la misma forma, ninguno de los países vecinos –incluyendo Marruecos—tiene la más mínima intención de invadirnos. Entonces, ¿cuál es la función real de las Fuerzas Armadas españolas? Servir, principalmente, a los compromisos internacionales asumidos por España. Que no es poco. La sola presencia y participación de nuestros soldados y marinos en fuerzas militares de interposición, con todo el riesgo –y también el gasto-- que ello supone, justifican sobradamente la existencia de nuestras Fuerzas Armadas.
Ciertamente, mantener unos ejércitos profesionales no resulta barato. Como tampoco lo es el mantenimiento del sistema educativo, o el de la sanidad pública, o el de las infraestructuras de transporte. Pero, en todos los casos –en el militar, lógicamente, también—son gastos asumibles a fuer de necesarios o viceversa. Y en esas debe andar la política de este Gobierno y de los que vengan detrás. Que no es poco.
[Estrambote defensivo: el columnista coincide con algunos amigos militares en que en España, desde los tiempos de Atapuerca o así, no ha existido nunca conciencia de Defensa, como tampoco de seguridad y de prevención, en el sentido más amplio de ambos términos. Es más, añado, ni ha existido, ni existe y, témome, que tampoco existirá. Ni con gobiernos de derechas (la carestía de material y retribuciones a los militares, aunque de boquilla halague hasta extremos rayanos en la abyección a los militares), ni con gobiernos de izquierda (hay que dar la imagen de pacifismo extremo y centrarse en lo que se llama el gasto social). Lamentablemente, esta es una constante de nuestra historia reciente. Y es un error. Un grave error. Las Fuerzas Armadas tienen que dotarse de medios suficientes para el desempeño de sus misiones. Porque todo el gasto público, incluyendo el de Defensa, es por su propia naturaleza un gasto social.