No hay nada como la hermandad entre los pueblos. No hay nada –lo que yo os diga, amadísimos, globalizados, megaletileonorisofiados y petroleados niños y niñas que me leéis—como el mantenimiento y estrechamiento de los tradicionales lazos de amistad con los países árabes. De eso saben mucho en el Ministerio de Asuntos Exteriores y, en especial, en el Palacio de la Zarzuela. Y por ello, ayer Su Majestad el Rey, que Dios guarde, recibió en la capital del Reino, a Su Majestad Abdullah Abdelaziz Ibn Saud, soberano de Al-Mamlaka al-Arabiyya as-Sa`udiyya (o sea, el Reino de Arabia Saudita, pero dicho en árabe).
Como su antecesor en el trono, el llorado Rey Fahd, (eternamente celebrado por su generosidad en Marbella, cuando sus vacaciones eran esperadas por los marbelleros y fauna colindante como quien aguarda el agua de mayo), el soberano saudita felizmente reinante, siente especial aprecio por España, a la que llama Al-Andalus, rememorando las glorias islámicas del Califato de Occidente, cuando Córdoba la Sultana era faro cultural del mundo y en ella no sólo había baños públicos (cosa impensable en las Castillas, Cataluñas y Galicias medievales), sino que las fuentes públicas y privadas lanzaban al aire chorritos de colores. Un lujazo de la morisma asentada en más de media España, vamos. Y todo ello, a la mayor gloria de Alá, el Único, el Clemente, el Misericordioso y a la del Profeta Muhammad, las bendiciones y la paz sean con él.
¿A qué ha venido Abdullah, el buen rey saudita? De entrada, como todos podréis suponer, a visitar a su amado hermano el rey Don Juan Carlos I, quien ha correspondido al detalle concediéndole el Collar de la Orden del Toisón de Oro, condecoración de gran pedigree dinástico. O sea, pequeñines/as míos/as, que la cosa queda en asuntos de familia. “¿Necesitas algo, hermano Juan Carlos?”, se habrá interesado el rey saudita. “Pues ahora que lo dices, hermano Abdullah –responderá el Rey de España—si me ayudases a llegar a fin de mes, te lo agradecería un montón, que lo del bautizo de mi nieta Sofía se me pone en una pastizara”. “Para eso estamos los hermanos –dirá el rey saudita-- ¿te arreglas con un par de millones de euros?”... Privadas conversaciones de familia. Entrañable estrechamiento de lazos entre ambas monarquías seculares. Con confianza. De hermano a hermano.
Luego está todo lo demás. Que el Reino de España (Al-Mamlaka al-Isbanyya, en árabe clásico) gracias a ZetaPé es un adelantado en ese asunto indeterminado de la Alianza de Civilizaciones, cosa que suena gratamente en los oídos del monarca saudita, añorante genético del murmullo del agua en el Patio de los Arrayanes de la Alhambra granadina. O sea, que, entre ambos reinos, hay convenios internacionales en marcha y algún trato preferente en lo del suministro de petróleo. Alta política se le llama a esto. Porque España, desde hace muchísimo tiempo, sigue fiel a su tradicional amistad con las naciones árabes, en un claro ejemplo de pacífica convivencia internacional, tan necesaria para el mantenimiento de la paz y de la distensión mundiales.
O sea, que mañana, después de haberse entrevistado con la flor y nata del empresariado español (papá y tío Arturo estarán presentes) cuando Su Majestad Abdullah Abdelaziz Ibn Saud abandone nuestro país se habrá puesto otra piedra más en la construcción del edificio de la Paz. Gracias a la fraternal amistad entre ambas casas reinantes el mundo es, desde hoy, un poquito más seguro.
Y ya sé que seres destructivos como los de Esquerra Republicana de Catalunya, los ecosocialistas de Izquierda Unida, o gentes así, como los Carballeira Brothers y su primo el malvadísimo del Vilariño (el fulano está celebrando todavía el avance electoral del Partido Nacionalista Escocés y ya debe llevar como 200 litros de single malt consumidos) se ponen de los nervios con los fastos monárquicos y que son capaces de exigir que los préstamos personales saudíes se declaren a Hacienda, pero, amadísimos/as de mi paterno corazón, ¿si un Rey no ayuda a otro, quién lo hará? ¿Los republicanos? ¿La oenegé Monárquicos Sin Fronteras?...