Egipto, después de la efervescencia
lunes 21 de febrero de 2011, 15:29h
En un editorial pasado sobre la reciente situación egipcia, citábamos al jurista alemán Carl Shmitt cuando definía el Estado moderno como uno “en el cual la sociedad ya no está integrada en el interior de un Estado existente (como la burguesía alemana del siglo XIX), sino uno en que la sociedad debe autointegrarse para constituirse en Estado”. Decíamos que subestimar esa capacidad de autointegración fue lo que puso en aprietos a Mubarak, y expresábamos el deseo de que el pueblo egipcio pudiera “constituirse”, eufónicamente, en nuevo y mejorado ensamblaje estatal.
La violación de Lara Logan, corresponsal de CBS, por parte de un grupo de manifestantes que celebraba la caída del régimen, y que viene a sumarse a otros ataques y escenas de violencia, nos arroja en la cara una realidad que quizás habíamos olvidado un poco, en vista de la simpatía que, en términos generales, nos suscitó el movimiento popular egipcio. Haber caído en la ya conocida idealización del “pueblo” como fuerza moral homogénea, plausible, que se levanta contra la injusticia nos hizo olvidar, momentáneamente, la naturaleza escabrosamente violenta y acéfala de la masa como fenómeno. El doloroso hecho está allí, apenas como una sugerencia, para recordarnos, precisamente, que la transformación de una cultura y la regularización cada vez más justa y racional de las tensiones -siempre libidinales, dirían los freudianos- del poder, responden a procesos realmente complejos, cabildeos siempre contradictorios, que van más allá de la explosión reivindicativa popular.
En ese sentido, podemos citar las expresiones de los emigrantes tunecinos llegados a Lampedusa, quienes aseguran que tras la “Revolución de los jazmines” la represión policial sigue intacta. Claro, es bastante ingenuo esperar que las cosas cambien de un día para otro, pero no olvidemos que varias han sido, históricamente, las veces en que un pueblo colonizado, tiranizado, reprimido o utilizado tiene de repente en sus manos, tras el remezón telúrico de la “liberación”, las riendas de su propio destino y lo hecha, sin embargo, todo a perder.
Hoy, como hemos expresado varias veces, Egipto se enfrenta a una encrucijada histórica, y la decisión que tome su gente en cuanto a cómo organizarse políticamente tendrá un impacto innegable en el siempre complicado panorama de Medio Oriente. Si la naturaleza heterogénea del levantamiento es reducida a una forma de administración política de perspectiva islamista -como en el Irán de 1979- se habrá perdido, entre otras cosas, una posibilidad de que todo el mundo árabe estreche diálogo con Israel, país con el que Egipto ha tenido relaciones respetuosas, pero que nunca titubea en radicalizarse frente a los árabes (solo fijémonos en el hecho de que tiene como canciller al ultraconservador y beligerante Avigdor Lieberman). Ese parece ser el riesgo, según varios analistas, de que medre hacia el poder egipcio la Hermandad Musulmana, un grupo más radical de lo que se advierte a simple vista...
Hay varios otros actores en juego que tampoco representan una garantía de un proceso amplio e inclusivo de “cambio” democrático, entre los que podemos mencionar al líder de las Fuerzas Armadas, Muhamed Husein Tantuai, un hombre anquilosado en una cultura política obsoleta en términos simbólicos, es decir, en relación con una posibilidad de lectura acertada de lo que está ocurriendo en la sociedad egipcia. Es de esa misma sociedad de donde debe brotar un liderazgo “de nueva esencia”, ya no para organizar la revuelta (donde fue fundamental el bloguero Wael Ghomin) sino la nueva concepción de Estado. Hace poco algunos periodistas alemanes recordaban cómo al caer el muro se generó un liderazgo venido no precisamente del “pretencioso escenario de la política” -para utilizar la expresión de Bolívar Echeverría- sino de, por ejemplo, la ciencia o, en general, la academia.
Esa puede ser la senda para los egipcios, pero hay que saber que, como pregonaban al mismo tiempo una canción de McCartney y una cumbia colombiana, el camino es largo y culebrero.