Sus abuelos o sus bisabuelos se vieron obligados a emigrar y ahora, parece increíble, van a tener que hacerlo también ellos. Son jóvenes, licenciados, con uno o dos master en su haber, hablan un inglés fluido, se defienden en francés y, ahora, incluso tendrán que aprender alemán. Eso, al menos, si quieren formar parte de la legión de 500.000 españoles jóvenes, profesionales y altamente cualificados que la “fracasada”
Merkel ha venido a buscar a España. Y, claro está, ¿qué mejor sitio para encontrarlos que A AQUEL PAÍS que tantos obreros especializados aportó a Alemania en la década de los 60?
Nuestro presidente,
José Luis Rodríguez Zapatero, entre tanto, sigue mostrando esa sonrisa que tiene más de circunstancias que de triunfo. Y a sabiendas de que su abuelo -ese abuelo al que tanto cita su nieto- se echaría las manos a la cabeza si atisbase solo un poco del erial en que José Luis está transformando España. Y todo por negar lo evidente durante 3 años y no actuar de forma rápida y en consecuencia: Que la crisis económica cabalgaba a velocidad imparable y que arrasaría, al menos, con la vida cómoda de cinco millones de españoles. Tanto lo negó que, cuando no tuvo más remedio que admitirlo y ponerse manos a la obra, el
![](/imagenesPieza/___sumario(957).png)
paro superaba ya el 20 por ciento y el de los jóvenes menores de 25 años estaba por encima del 43 por ciento. Y, por si esos datos no fueran suficientes, Zapatero ostentaba también el triste record de saber que el desempleo en el país que gobernaba suponía un tercio de todo el de la Unión Europea. Entonces sí, actuó. Pero tan tarde que su colega, la canciller alemán, Angela Merkel, vino incluso a casa a formularle la invitación. Y lo hizo con un gesto amable, sereno, incluso cortés, pero, al mismo tiempo, con una segura y callada sonrisa de triunfadora real ante un fracasado utópico que, aunque tarde, debiera haber aprendido ya la lección: quien ríe el último, ríe mejor.
A partir de ahora no se verán nuevamente aquellos tristes andenes de estación llenos de maletas penosamente arrastradas por miles de emigrantes que dejaban en España mujer e hijos, para buscar en Alemania el dinero y el salario que no tenían aquí. A aquellos emigrantes los sustituirán veinteañeros a la espera de que anuncien su vuelo
low cost, en una terminal de aeropuerto la mar de funcional, con sus
netbook en ristre, sus móviles o sus Blackberrys echando humo para actualizar su perfil en Facebook y Twitter e informar a sus decenas y decenas de amigos y seguidores de que también ellos, 50 años después, se ven forzados a repetir un capítulo de la historia que sus abuelos o sus bisabuelos creían haber dejado cerrado en una aventura que les costó sangre, sudor, desarraigo y, por qué no decirlo, más de una lágrima. Las mismas y actualizadas lágrimas que, tarde o temprano, también tendrán que derramar ellos.