Una de las decisiones municipales que más han caracterizado la urbanización de la mayoría de nuestros pueblos y ciudades en los últimos lustros ha sido, sin duda, la progresiva conquista por parte del peatón de calles, plazas, espacios y zonas de su exclusivo esparcimiento. En todos estos sitios, en principio, y teóricamente, no podrían circular camiones y furgonetas de reparto, ni vehículos privados en la mayor parte del día -salvo los residentes, claro está-, ni bicicletas, ni monopatines, patinetes, etc.
Pero una cosa es el sueño y otra la realidad; una, la teoría y otra bien distinta, la práctica. Cada día, la experiencia de cualquiera de los ciudadanos que, haciendo cívico caso de las recomendaciones del consistorio en pleno -sea de izquierdas o de derechas, eso no altera las cosas-, decide dejar el coche en casa y combinar el
transporte público y el paseo para llegar al trabajo o hacer las compras del fin de semana, suele pagarlo muy caro. El panorama que se le presenta cotidianamente es bien distinto al que había imaginado.
Efectivamente, es más que frecuente -diría, incluso, seguro- que al iniciar un tranquilo paseo por cualquiera de estas zonas de predominante uso del peatón, en 10 ó 15 minutos uno sea adelantado simultáneamente por dos patinadores, uno por la derecha y otro por la izquierda, que, como avezados atletas, calculan la trayectoria, la velocidad y hasta las intenciones del viandante para pasarle silbando por cada oído a menos de 10 centímetros. Su reacción más habitual suele ser la de quedarse petrificado, respirar hondo, elevar los ojos al cielo, componer la figura de la mejor manera posible y dar gracias a Dios por haber salvado su vida y permitirle disfrutar del resto del paseo. Pero nada de eso: apenas repuesto del primer embate, varias bicicletas, casi a esos 40 kilómetros hora, velocidad máxima permitida para circular por las avenidas de la ciudad, se pueden cruzar por delante de su cara, sin apenas dejar ya un último resquicio a su bucólica intención de disfrutar de las iniciativas municipales.
Es también probable que, si el ciudadano anda algo distraído, en ese breve trayecto esté a punto de darse varias veces con alguno de esos bolardos que están, también teóricamente, destinados a dificultar o impedir que los vehículos pasen o aparquen en determinadas zonas. A veces, incluso, lo consiguen, pero eso no libra al ciudadano de múltiples golpes que, como mínimo, lo llenan de contusiones en las piernas o, incluso, en casos más contundentes, consiguen dar con él en tierra, medio mareado y que algún otro ciudadano acuda a asistirlo al tiempo que moviliza otros servicios municipales -policía, servicios de urgencia sanitaria…- para atender al bienintencionado vecino que, tras experiencias tan frustrantes, probablemente se dirija a la iglesia más cercana a pedir a su santo más eficaz que, cuanto antes, cambien las ordenanzas municipales para volver donde solíamos, es decir, a que coches, motos, furgonetas, bicicletas y patines, puedan ir por la calzada, y que los peatones vuelvan a ser dueños y señores de la acera.
Porque, la pregunta que todos nos hacemos es muy simple: ¿para qué proponer, discutir, consensuar y, finalmente, promulgar ordenanzas si luego no se ponen los medios para cumplirlas o, en el peor de los casos, ni siquiera hay intenciones de llevarlas a la práctica?
Ahora es su turno, señor alcalde…