La Comisión Europea (CE) acaba de darnos una noticia catastrófica sobre nuestro mundo educativo que a nadie con una mediana información le habrá sorprendido. La CE fija en un 31,2 por ciento el porcentaje de nuestro fracaso escolar. La mitad de esos alumnos de 18 a 24 años que abandonan colegios e institutos sin terminar la educación obligatoria, además, está en el paro.
De las muchas causas sociales que generan este aterrador panorama de lacra intelectual y moral centrémonos en una: los planes de estudio. Si en nuestra sociedad, como en la antigua Atenas, estuviera vigente el ostracismo que mandaba al destierro a los ciudadanos peligrosos para el Estado, todos los redactores de nuestros planes de estudios, sin ir más lejos, de los últimos cincuenta años, deberían ser deportados a una isla en cuya biblioteca sólo hubiera libros de texto, que, con muy honrosas excepciones, son basura intelectual, y dicho sea sin ánimo de injuriar a la basura de residuos sólidos que no se merece este agravio comparativo. Los planes de estudio son demenciales. Los manuales que estudian los alumnos son también, habitualmente, demenciales. Son farragosos hasta la exasperación de los santos. Hace unos días, le he ayudado a un sobrino a leer para un examen uno de estos cochambrosos manuales de más de 400 páginas que suelen valer en torno a 30 o 35 euros. Mis juramentos no habrán llegado al cielo – tampoco era esa mi intención –, pero sí se habrán oído, como mínimo, en las capas más bajas de la atmósfera.