A finales de los años 60 se publicó un libro firmado por un periodista italiano, Enrico Altavilla, casado con una mujer nórdica, que, después de casi 40 años, no he podido olvidar. En esos momentos, yo era un adolescente provinciano, a quien temas como los tratados en “Suecia, infierno y paraíso”, le sorprendieron de tal manera que más le parecía tener un libro de ciencia ficción entre las manos que un ensayo sociológico sobre la realidad que, en esos momentos, estaba viviendo Suecia, un lejano país del norte de Europa, que en el nuestro era fundamentalmente conocido por la liberalidad de sus mujeres . Y eso, gracias a la imagen que sobre ellas proyectaban las películas que protagonizaban por entonces José Luis López Vázquez, Alfredo Landa, Andrés Pajares o Antonio Ozores.
Por las páginas del libro de Altavilla desfilaban sin solución de continuidad temas como la emancipación de la mujer, la acción de los sindicatos, la práctica cotidiana del nudismo, el sexo al alcance de todos, el estado del bienestar, la progresividad de los impuestos, el mayor y mejor reparto de la riqueza, los problemas de la juventud, la justicia social, junto a las drogas, el alcoholismo o los altísimos índices de suicidio en una sociedad como aquella,la sueca que - a pesar de todo-, como se encargó de retratar también en esa época Ingmar Bergman, era el templo europeo de la soledad y de la infelicidad.
En esa España de los últimos años del franquismo, Suecia aparecía ante nuestros ojos como un paraíso de la libertad instalado en medio de un infierno de soledad individual e incomunicación social. El contraste era, por lo menos, paradójico porque una sociedad oprimida, en blanco y negro y con sólo dos canales públicos de TVE ( la primera y el UHF), como era la España de entonces, se mostraba al mundo como una sociedad triste y depresiva , mientras que individualmente la gente gozaba, en general, de una felicidad personal y de una integración social (la familia, el barrio, el pueblo…) que parecía colmar sus aspiraciones como persona.
Otros mundos
Desde entonces hasta aquí ha llovido mucho. Tras la muerte de Franco, pasamos juntos la transición, votamos una Constitución, vivimos la Movida madrileña y unos años más tarde, mediados los 90 del siglo XX, comenzamos a cobijar entre nosotros a miles y miles de ciudadanos de todos los continentes que venían a España atraídos por el bienestar de una sociedad que entonces se nos aparecía como una especie de “nueva Suecia” tanto en el aspecto social como político.
Paradójicamente también, esos miles, o millones de inmigrantes que en estos últimos 15 años han ido mezclándose con los españoles, han constituido una especie de espejo social que -40 años después- nos ayuda a conocernos mejor. Nos han descubierto una realidad social de la que no sé si éramos muy conscientes: España se ha ido paulatina pero indefectiblemente pareciendo también a lo peor de aquella sociedad utópica de la Europa nórdica de los años 60 y 70. Hoy –es cierto- en nuestro país gozamos de mayor justicia social; la mujer ha alcanzado grandes cotas de emancipación; ha crecido nuestro PIB y, aunque los índices de pobreza económica han ascendido en esta época de crisis, todavía los servicios sociales pueden dar respuesta razonable a las carencias de los miles y miles de ciudadanos; hay infinita mayor libertad sexual; hablamos idiomas; tenemos decenas de canales de TV, etc. Pero, al mismo tiempo, nuestros jóvenes se emborrachan cada vez a edades más tempranas , la violencia machista está a la orden del día, las depresiones y la tasa de suicidios han crecido considerablemente, la violencia contra los niños ídem de ídem… Y, de forma más cotidiana, más del día a día, me parece que cada vez sonreímos menos. Ellos, los inmigrantes, los nuevos españoles, con muchas menos razones que nosotros, porque la crisis económica les afecta de manera más profunda, sin embargo, siguen sonriendo. Si no ha reparado en ello, no tiene más que mirar a su alrededor.
En fin, que cada día más, estoy por escribir un ensayo sobre nuestro país, tomando como modelo el de Enrico Altavilla que, si Dios no lo remedia, tendría que titular “España, infierno y paraíso”.