Ser joven -todos lo hemos oído alguna vez- es un problema que se cura con el tiempo. Lo malo es que, de seguir así, en España, nos encaminamos a eliminarlo definitivamente del cada vez más amplio catálogo de problemas patrios. Y eso, a nadie se le escapa, es una forma añadida de hara-kiri colectivo, un modo como otro cualquiera de asistir al final de nuestra historia por simple extinción.
Es ésta una visión pesimista, sí, pero en ningún modo subjetiva. Hoy, nuestros jóvenes, aunque están más preparados que nunca antes lo habían estado a lo largo de la historia de España, tampoco nunca habían tenido un menor peso demográfico. En nuestros días, apenas representan el 18% del censo total de una población española cada vez más envejecida, una cifra que a mediados de los 90 superaba el 25%. Un vagón de cola que, en Europa, compartimos con Grecia, Dinamarca e Italia. Por el contrario, los países con mayor porcentaje de población joven en nuestro mismo espacio económico son Irlanda, Chipre, Francia y Eslovaquia, con porcentajes que van del 25 al 28 por ciento.
Autoengaño
Se trata, en definitiva, de una tendencia nada alentadora para el futuro de un país que, como es lógico, debiera basar su supervivencia y su fortaleza en ir aumentando paulatinamente la base de su población más joven. Sin embargo, y muy al contrario, tanto éste como los anteriores gobiernos democráticos, en lugar de poner en práctica políticas demográficas que inviertan esta tendencia -dicho de otra forma, más
favorecedoras de la natalidad, del acceso al trabajo y a la vivienda a los sectores más jóvenes de la población, etc.-, nos hemos conformado con la política del avestruz.
Política del avestruz es haber inventado y, además, admitido socialmente maneras muy diversas para intentar ocultar lo que es una realidad palmaria, es decir, que cada vez hay menos jóvenes entre nosotros. ¿Qué es si no, admitir en el seno de partidos políticos, clubes diversos o asociaciones de todo orden a integrantes con edades que van más allá de los 30 años e incluirlos como si fueran unos muchachos más, cuando la realidad es que se trata de hombres y mujeres hechos y derechos? ¿ Qué es si no, ese culto colectivo a la eterna juventud, a estirar hasta extremos en muchos casos patéticos, la apariencia física y estética entre personas de 50, 60 o más años?
Desconozco si esta fórmula se aplica también de forma tan generalizada como entre nosotros en los países de nuestro entorno, pero, de ser así, el problema dejaría de ser español para convertirse en occidental, y éste sería un signo aún más preocupante del declive al que puede abocarnos un autoengaño tan prolongado como peligroso.