martes 12 de octubre de 2010, 19:40h
La próxima vez que me pregunten qué es periodismo, responderé: intensidad. Llevo más de 20 años en el oficio y no me arrepiento de haberlo elegido como razón de vivir.
No cambiaría por nada todo lo que he vivido en un país al que luego de la crisis del 30 de septiembre pasado, las agencias internacionales de noticias llaman “frágil nación andina”, una nación donde la política es pasión, virtud y dolor. Donde la política determina nuestra
cotidianidad, nuestros sueños, desencantos, incertidumbres, futuros, destinos.
Vivir en Quito y vivir desde acá la política es doble intensidad. Es caminar por el filo de la cornisa, andar a ciegas por el borde de un precipicio, tropezar y caer y volver a tropezar y caer y levantarse siempre desde la dignidad, el orgullo, el honor, el amor propio.
Ecuador es un país condenado a que lo conduzcan personajes incapaces de manejarlo con sensatez, serenidad y visión. Nuestros líderes, desde hace medio siglo, son hijos y nietos de José María Velasco Ibarra, elegido cinco veces en medio de un fervor que pocos meses después se convertía en frustración, corruptelas, abusos de poder, desprecio a la prensa independiente.
La intensidad de correr las calles respirando gases lacrimógenos, evadir disparos de un militar o de un policía desquiciado desde un camión que patrulla la ciudad, engañar al perseguidor cambiando de ruta y de rutina, intentar dormir en una carpa en la selva mientras te advierten que en cualquier momento puede haber un bombardeo enemigo, vivir largos días en una isla de Galápagos compartiendo con bomberos y militares la desesperación por apagar un incendio, amanecer junto a un grupo de alzados en armas en la Fuerza Aérea que intentaban una toma de poder que nunca ocurrió.
La intensidad de no ceder a la tentación de lo subjetivo, de no acomodar los hechos a nuestro gusto sino contarlos exactamente como sucedieron, la intensidad de no ceder al corazón o a la ideología.
La intensidad de redactar en pocos segundos un texto preciso, impecable, con nombres, con cifras, sin errores.
La intensidad de conseguir un dato, buscar una fuente, lograr el número telefónico del personaje clave, esperar la decisión trascendental para poner el titular.
La intensidad de que, en tiempos de odios sembrados sistemáticamente desde los poderes, sientas el orgullo de hacer periodismo limpio, plural, equilibrado, lo menos contaminado posible.
La intensidad de pasar horas, días, noches, comiendo mal, durmiendo peor. La intensidad de trabajar en equipo, pensar en colectivo, debatir, a veces hasta el desencuentro, en busca de la calidad que exige nuestro lector.
La intensidad de sentir miedo, de sentir que, a pesar del miedo, aquí estás mirando de frente a la muerte o al poder o a la mentira o a la propaganda o a la calumnia o a la amenaza o a la censura.