Cada vez que el Gobernador del Banco de España abre la boca, el Gobierno se echa a temblar. No se entiende bien desde las esferas gubernamentales que haya más tendencia a dar credibilidad a expertos, independientes o no, que a quien ha sido elegido por las urnas. Esta tendencia tiene una explicación casi de manual y no es otra que el hecho bien constatado de que el Gobierno suele equivocarse, al menos hasta el momento, en todas las previsiones económicas. Siendo justo, habrá que convenir que los llamados expertos también se equivocan, y que, por ejemplo, el FMI no estuvo muy atinado con la que se venía encima. En el caso del Gobernador del Banco de España hay que reconocer también que en los últimos tiempos se ha equivocado menos que otros.
En esta ocasión han sido los responsables autonómicos quienes se han echado encima de Miguel Ángel Fernández Ordóñez, cuando reclamó que las CCAA deberían aceptar algún tipo de vigilancia sobre sus cuentas públicas para que estas de verdad se ajusten al objetivo común e insoslayable de reducir el déficit. De este asunto se habló en el Consejo de Política Fiscal y Financiera. Se habló y se llegó al compromiso de la austeridad necesaria para que en 2011 el déficit sea el 6 por ciento para todas las Administraciones públicas. Este compromiso es un compromiso verbal, sin que el Gobierno central tenga herramienta alguna para exigir y verificar su cumplimiento. Ese instrumento en cierto modo existía con la Ley de Estabilidad que el Gobierno, sin que Fernández Ordóñez dijera lo contrario, optó por derogar.
Como mirar para atrás vale para poco, ahora se da la paradoja de que mientras los Gobiernos nacionales, entre ellos el nuestro, se ven abocados a compartir políticas, a aceptar medidas no siempre fáciles y sus cuentas públicas están sometidas a lupas ajenas, aquí en España, los Gobiernos autonómicos de toda clase y condición ponen el grito en el cielo porque a ellos no les vigila nadie. Resulta llamativo que todos demos por bueno que el Gobierno de España, como los demás Gobiernos de Europa, cedan competencia, capacidad de decisión sobre sus propias cuentas y aquí las cuentas autonómicas se conviertan en intocables.
Si algo hay que reconocer es que sobre las autonomías y sobre los ahogados ayuntamientos recae la responsabilidad de gestionar competencias de enorme magnitud social y económica. Y si algo es obvio es que en sí mismo el Estado autonómico ha sido y es un buen modelo, que hay que preservar y a ser posible perfeccionar. No se trata, pues, de cuestionar lo consagrado constitucionalmente, pero sí de poner un poco de cordura en tiempos de crisis. Y en tiempos de crisis resulta descorazonador escuchar las cuitas de unos y otros por razonables que estas sean. No está en riesgo una obra determinada, ni un hospital más o menos. Lo que está en riesgo es el conjunto. ¿Qué nos tiene que pasar para que alguien, alguna vez y en algún momento sea capaz de minimizar lo propio para ofrecerse y poner en valor lo de todos?
PSOE y PP, los dos grandes partidos nacionales, gobiernan las autonomías y cuando rechazan con ahínco cualquier tipo de vigilancia emulan de alguna manera a cualquier partido nacionalista. PSOE y PP se han cantonalizado y sus respectivos barones, cuando miran al de al lado para ver cuanto tiene o deja de tener, emprenden el vuelo bajo, ese que protege el jardín de cada uno y que a ocho meses de elecciones todos quieren cuidar. ¿Se imaginan a un presidente autonómico saliendo a la palestra preguntándose que puede hacer por España, es decir por todos, sin reclamar más dinero, ni más vías de tren? Yo, no. Y, además, añado que no faltaran quienes crean que este es un alegato jacobino. ¡Qué le vamos a hacer!