El político de la alguna vez glamorosa “tercera vía”, Tony Blair, ha publicado un libro de memorias, A Journey (Un viaje), que la crítica ha recibido a palos.
Tanto por lo que calla como por lo que dice, el voluminoso ejercicio de “memoria interesada” de Blair ha merecido severos juicios literarios y morales, entre ellos el de Carlos Fuentes.
No he leído el libro ni lo leeré, pero sí la crítica de John Lanchester en The New Yorker (sept. 13, 2010) que juega desde la cabeza título con una alusión crítica: The Which Blair Project (“El cuál proyecto de Blair”) en referencia a un clásico reciente del horror fílmico: The Blair Witch Project (“El proyecto de (filmar) la bruja Blair”)
Las citas textuales en que incurre Lanchester son, sin embargo, extraordinarias y dan cuenta de un político de habilidades muy superiores a las que su libro de memorias, según el propio Lanchester, alcanza a revelar.
Por ejemplo, el comentario de Blair, helado y al punto, sobre la línea de identidad profunda que lo unía con Lady D y que le permitió entender el significado y la importancia de su muerte:
“Los dos éramos a nuestra manera gente manipuladora, capaces de percibir con rapidez las emociones de los otros y de jugar instintivamente con ellas.”
Así retrata Blair los dones y carencias de Gordon Brown, su Caín y sucesor: “Cálculo político, sí. Sentimientos políticos, no. Inteligencia analítica, toda. Inteligencia emocional, cero”.
Nada tan penetrante y rico, sin embargo, como la descripción que el propio Blair hace en el libro sobre el corazón de la estrategia política, que le permitió derrotar uno tras otro a los grandes líderes del Partido Conservador. El párrafo vale por una consultoría para el 2012 mexicano.
Escribe Blair:
Después de mucho pensarlo, desarrollé para cada líder conservador una sola línea de ataque. Así, definí a Major como débil; a Hague como chistoso pero sin sustancia; a Howard como oportunista; a Cameron como una veleta que no sabía adónde ir... Dichos así estos ataques parecen planos, casi triviales y no muy inspiradores, pero esa es su fuerza. Cada uno de esos cargos, si llega a ser creído, es fatal de necesidad. Claro, no es como decirle a tu adversario mentiroso, o fraudulento, o malvado o hipócrita, pero el votante medio suele alzarse de hombros ante estos reclamos. No timbran. Están demasiado arriba, son muy pesados y representan un insulto, no un argumento. En cambio, el cargo menor, porque es más preciso y justamente porque es de menor potencia, puede pegar. Y si pega, ya estuvo. Porque en cada caso significa que el acusado no es un buen líder. Fin del juego.
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Opinión extraída del Periódico Milenio 21/09/10