Las migraciones humanas, aunque se han producido a lo largo de toda la historia de la humanidad, han sido objeto de estudio, fundamentalmente, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, por demógrafos, economistas, sociólogos y psicólogos.
Hoy es una realidad incuestionable que miles y miles de personas abandonan sus países de origen, más o menos subdesarrollados o en vías de desarrollo, hacia los más ricos en busca de una vida mejor. Y es más que comprensible que, sobre todo los jóvenes, los perciban como objetivos ideales de forma de vida. Y que con ellos miles, millones de compatriotas más compartan también ese sueño de llegar a las costas de la vieja Europa o traspasar la frontera sur de Estados Unidos y dejar atrás años -siglos incluso- de esfuerzos y penurias. En muchos casos, además, tienen poco que perder porque, como sucede en buena parte de África, su esperanza media de vida no supera, en el mejor de los casos, los 60 años, y en muchos, incluso, no llega a los 50.
Internet, TV y radio son las vías imparables a través de las cuales estos millones de ciudadanos conocen la existencia de “paraísos” en los que, a pesar de atravesar crisis económicas como nunca antes habían conocido, siguen disfrutando de un nivel de vida envidiable.
A ellos, a los emigrantes, debemos que la población española haya crecido en los últimos años casi un 15 por ciento y que la actividad económica , especialmente en
aquellos sectores que exigen un trabajo más duro o son socialmente peor aceptados -industria, trabajo doméstico, hostelería o comercio- se hayan mantenido activos incluso en estos momentos críticos de la situación económica española.
Si a los españoles nos tocó emigrar en las décadas de los 50, 60 y 70 del siglo pasado, en estos últimos 3 lustros, hemos sido un país receptor de emigración. Hoy, esos alrededor de 5 millones de inmigrantes están también especialmente afectados por la situación económica que estamos atravesando y serán ellos, además, quienes más tarde salgan de ella, según un reciente estudio elaborado por los sindicatos UGT y CCOO.
Muchos de nuestros conciudadanos, no obstante, expresan en voz alta su sensación de que, en buena parte, el paro existente a finales de este 2010 que, como todo el mundo sabe, camina hacia los 5 millones de trabajadores, podría ser mucho menor si, de un plumazo, desapareciesen los inmigrantes. La apreciación, además de radicalmente incierta, es aún más injusta. Ellos –y ellas, que muchas veces lo olvidamos- han colaborado al despegue económico español de los últimos años y han pagado impuestos (IVA, IRPF, etc.) y han cotizado a la Seguridad Social y, por tanto, hoy es justo que también puedan beneficiarse de las prestaciones a las que tienen derecho y, además, han contribuido a generar.
Esa óptica, por si no habían caído en ello, es esencialmente xenófoba. Y en tiempos de crisis suele agudizarse aún más.
Mirarse al espejo
¿Xenófobos los españoles? Creíamos que no, pero ¿somos como nos vemos, o como nos ven? En 2005 publiqué un libro (Mujeres del mundo: inmigración femenina en España hoy, Imagine Ediciones) en el que 75 mujeres inmigrantes procedentes de otros tantos países, de los 5 continentes, contaban su historia personal como inmigrantes y, además, nos hacían una interesante radiografía psicológica y social que, en buena medida, nos ayudará a respondernos a la pregunta.
Hubo respuestas positivas. Los españoles somos –según decían- sociables, solidarios, simpáticos, extrovertidos, espontáneos, educados, nos sabemos comportar en público y, por lo general, somos gente tranquila. Creían también que sabemos divertirnos sin descuidar por ello la familia o los amigos. Valientes, hospitalarios y acogedores…
Pero, en contraposición a todo lo anterior, las entrevistadas apuntaban también estas otras características de los españoles: Muchas veces somos superficiales y distantes, a veces falsos e hipócritas y algo cobardes. Pesimistas y fanfarrones, poco informados, impuntuales, demasiado fumadores, algo cerrados, interesados y tacaños y, en algunos casos, también racistas y xenófobos.
Estas son sólo unas cuantas pistas para reflexionar sobre nosotros mismos. Y no hay que echarlas en saco roto porque, como
Víctor Hugo puso en boca de uno de sus personajes en “Los miserables”: “Lo que de los hombres se dice, verdadero o falso, ocupa tanto lugar en su destino, y sobre todo en su vida, como lo que hacen”.