En otros tiempos, la juventud era una época breve, primaveral y prometedora, una transición entre la adolescencia y la plena mayoría de edad. En los últimos años de crisis, especialmente agravada en España, se ha prolongado, pero no en su aspecto positivo sino en su signo de inseguridad e indefinición. Se ha pasado de un periodo de unos años de aprendizaje alegre a un gran paréntesis de inseguridad y desempleo de lo que se llama popularmente la generación “ni-ni”, es decir, que ni estudia ni trabaja. En esto somos campeones dentro de la Unión Europea.
El paro entre los jóvenes con solo formación en enseñanza secundaria, llega hasta un espeluznante 46%. Si tenemos en cuenta que este sector es el mayoritario en la juventud actual, comprenderemos la gravedad social del problema. En las carreras de larga duración o formación muy compleja la situación se enmascara con “masters” y becas de perfeccionamiento que dilatan una vida estudiantil que, al final, acaba buscando refugio en puestos que no exigían tan larga y costosa especialización.
Esta dura realidad prolonga excesivamente un tiempo de expectativa de destino y de precariedad económica, sin consolidación profesional ni familiar, que mantiene las apariencias bohemias de una falsa juventud forzosa. Una juventud amarga, de personas socialmente inseguras y psicológicamente conflictivas por culpa de factores político-económicos ajenos a su voluntad. Una juventud que navega por las aguas oscuras de una mala vida que no ha elegido, con su disfraz de jóvenes viejos, llevando como moda los harapos zarrapastrosos que les vende de saldo la sociedad despiadada del sálvese quien pueda. Una sociedad que acepta que una política pasiva e impotente no se ocupe más que de sus perspectivas electorales.