Si consultamos el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, ese que "fija, limpia y da esplendor", hallaremos en la definición de 'fallo' dos acepciones. La primera, "Sentencia de un juez o de un tribunal, y en ella, especialmente, el pronunciamiento decisivo o imperativo"; la segunda, "Falta, deficiencia o error".
Desde luego, lo que realmente piden, en estos momentos, cuerpo, alma y realidad es acogerse a la segunda definición. Porque "falta, deficiencia o error" es la definición más adecuada para un pronunciamiento que evidencia sus deficiencias de forma y, aún más, de fondo.
De fondo, porque, como ya habíamos apuntado anteriormente, el Estatuto catalán queda suficientemente legitimado cuando sale aprobado por el refrendo popular, por el Parlamento catalán y por las Cortes españolas (recordemos que tribunales constitucionales con más tradición que el español saben inhibirse en cuestiones parejas; sólo se pronuncian ante aquellas resoluciones emanadas por el pronunciamiento exclusivo de los representantes, que no de los representados. De ahí su verdadero cometido).
De forma, porque es absolutamente ridículo que, al final, todo el entramado quede reducido a un burocrático "me quiero ir de vacaciones y, por tanto, arreglemos esto como sea: me conformaré con una chapuza" (que no sabemos cómo arreglarlo, la temperatura sube y la playa es tentadora, caramba!) que parece haber entonado la presidenta de la cosa, María Emilia Casas, con la connivencia del resto del TC. Oiga, que esto es más serio de lo que usted y el resto se piensan; ¡se juegan la voluntad de todo un país!, habría que espetarle.
Aunque sea recurrir al tópico, ¿verdad que actitud paralela de dejadez, de desidia, definitivamente, en cualquier empresa privada debería conllevar al despido?. Si la respuesta es sí -y, evidentemente, lo es- significa que, automáticamente, Cataluña ha tenido razón cuando ha pedido la incompetencia del Tribunal Constitucional. Y es que el Tribunal Constitucional ha demostrado ser incompetente. Por eso, falla.
¿Qué apostamos?, por Pau Valero