Serian las diez, aproximadamente, cuando tomé el metro en Capitolio con dirección a Petare. Al abrirse el vagón noté que había varios asientos vacíos, lo que contrastaba con el estado de apretujamiento y asfixia de hacia apenas un par de horas, mas temprano en la mañana, cuando los pasajeros parecíamos sardinas dentro de una lata.
Ya sentado, mire a mí alrededor; la gente lucia distinta, menos apurada, y el metro, desde donde yo estaba, lucia también algo diferente. El vaivén del tren y la monotonía del ruido que marcaba su recorrido, me llevó adormecido una o dos estaciones. No se si fue a la altura de Chacaíto o de Sabana Grande, que el sonido de una melodía a distancia me sacó de mi distraimiento. Al final del vagón, una voz femenina cantaba un bolero acompañada de una guitarra; se trataba de una pieza conocida, pero que en el momento no pude identificar. El dúo comenzó a moverse por el pasillo y justo al cerrarse la puerta de la siguiente parada, prosiguió con otra canción. Esta vez si la recordé, la conocida letra de “Bésame, bésame mucho”, un viejo tema, que ha sido interpretado, durante décadas, por muchísimos cantantes, salía de la voz de aquella mujer joven, en el medio de un subterráneo, como si de las entrañas mismas de la tierra se tratase. Ni el rutinario ronroneo del tren, ni el crujir de su esqueleto metálico, parecían desentonarla. Al finalizar, los aplausos de muchos de los pasajeros no se hicieron esperar, ocasión que aprovechó el guitarrista para afinar las cuerdas y seguidamente mandarse con un instrumental en ritmo de “bossa nova”, mientras la luz del sol se colaba, no se por donde, e iluminaba el andén de la estación Miranda, mejor conocida antes de la “revolución”, como Parque del Este, convirtiéndola, por unos instantes, en un formidable escenario natural. Unas cuantas monedas y algún que otro billete, sirvieron de cierre a la función. Una función que no creo que nadie haya escuchado a disgusto, como si ocurre ciertamente con la del constante “martilleo” a que están sometidos los usuarios del Metro de Caracas por personas que entran a pedir para medicinas, curas de enfermedades distintas, incluidas el sida y los tratamientos psiquiátricos, desempleo por incapacidades físicas diversas, no caer en el robo, o simplemente pedir porque si. Y es que en el submundo del metro, la realidad también nos persigue a diario.
Me encontraba en el medio de estos pensamientos, cuando el relevo musical llegó a través de unos raperos que contaban, más que cantaban, los problemas diarios que tienen que enfrentar lo venezolanos en el trabajo, en los estudios y, por supuesto, en el amor. Me bajé en la siguiente estación, con la certeza de que los compases de la música no se llevaban mal con el roce de las ruedas chillando sobre los rieles y de que si podíamos encontrar oasis en medio del desierto.
La música de un acordeón que parecía escapar de una de las amplias paredes de mosaicos que separan los torniquetes de entrada y de salida, entre dos calles del metro, se oía aun a lo lejos, mientras subía por las escaleras mecánicas que me acercaban a la otra realidad, la mas cruda, la del exterior, la verdadera. Afuera, llovía estrepitosamente. No se como voy a hacer para encontrar un taxi.