La vulnerabilidad de los superhéroes es uno de sus puntos fuertes, por paradójico que suene. Por los menos de cara al lector/espectador. Es uno de los mayores atractivos de estos hombres supuestamente invencibles que se dedican en cuerpo y alma a salvar al mundo de los malos. Uno, dos o siete, dependiendo del momento. Y si además se acercan a la muerte o coquetean con sus demonios atormentantes, pues mejor.
Spiderman, uno de los cómics adaptados con más éxito a la gran pantalla –el otro es
X-Men- regresa en su tercera incursión visual moderna con muchos de estos ‘atributos’ a la espalda. Es más, su lucha interna le convierte en un ser insoportable que, más que dar miedo o rechazo, da pena. La debilidad que le inculca el lado oscuro no es otra que la de volverse chulo, arrogante y un poco –no se vayan a pasar- vengativo.
Una vuelca de tuerca en la trayectoria de un eterno hombre araña que quiere seguir enganchando a los fieles pero cuyo rostro no provoca sino compasión. Qué se le va a hacer,
Tobey Maguire no consigue sacar de sí mismo un ápice de veneno, aunque lo mismo pensábamos de
Elijah Wood hasta su espeluznante transformación en
Sin City. En cualquier caso, ya se sabe, la sobreactuación no es sinónimo de buena-actuación.
Alter egos aparte, la trama psicológica y obsesiva de
Peter Parker queda diluida por dos cuestiones fundamentales. La primera, la multiplicación de enemigos con sus propias historias personales. Demasiados personajes a los que no da tiempo a conocer, unos muy fugaces y otros demasiado omnipresentes. Lo mismo ocurre con los aledaños, véase
Bryce Dallas Howard, totalmente usada, tirada y prescindible.
La segunda cuestión es el humor. Insertado en forma de
gags bien traídos pero en una situación de excusa barata con el fin de entretener, por un lado, y de suavizar el errático hacer de
Spiderman durante su trance perverso, por otro. No llega a cuajar aunque ayuda a pasar el rato, pues la película dura sus dos horas y media largas y no todo el monte es orégano. Con las viñetas en la mano vivíamos mejor.
El toque chic, eso sí, lo pone la
Dunst, un tanto desmejorada en la ficción, pues su personaje de arrastrada en esta tercera parte no da mucho margen para la frescura. Pero sigue siendo la chica a la que salvar, y eso la hace insustituible. No pasa lo mismo con los adversarios sobre el
ring, totalmente intercambiables y, esta vez, realmente ’blandos’: todos tienen sus razones; todos, su resquicio de bondad.
Pero al ‘palomitero’ de turno lo que realmente le importa es el píxel concentrado –mejor logrado que en el anterior film, por cierto- y los dólares por metro cuadrado de cinta, así que, y como la calidad de los fuegos artificiales no admite discusión, no hay más que hablar.
El Hombre de arena y
Venom se llevan la palma al ritmo de otra banda sonora comercial y recomendable. Si es que, no nos cansamos de verlo a pesar de todo.