Saberte embarazada. La alegría de notar dentro de ti algo que se mueve. Te dicen que es niña. Ecografías, felicitaciones, parabienes. Nace. La miras, no te lo crees, sientes felicidad absoluta. Primeras preocupaciones cuando se pone malita. Sus primeros ajús. El primer diente. La primera vez que te llama mamá y entonces toda la piel de tu cuerpo se pone alerta. Sus primeros pasos. El drama del primer día de la guardería. Los abuelos, los tíos. Soplando la primera vela. Empieza el cole, la felicidad de verla crecer, las primeras “conversaciones”, sus constantes preguntas hacia todo. Sus peinados, decirle que es una princesa. Consolarla en sus miedos, arroparla por las noches. Abrazarla y acariciar su pelo y entonces, como por arte de magia, todos sus males desaparecen. Desvelarte pensando qué será en el futuro, soñar para ella lo mejor. Sus amiguitos. Empieza el cole de los mayores. Pasan los meses y la ves como una fotocopia de ti misma. Te llena, te colma, te hace sentir plena. Nada de lo que te ha pasado en la vida tiene comparación. Llega la primera comunión, los nervios de la confesión, la emoción de los regalos. Tu agotamiento pero tu felicidad.
Dejamos la infancia y pasamos a la preadolescencia. Empieza el acné, se pone contestona pero sufrimos en silencio porque sabemos que forma parte de la vida. La seguimos amando más que a nuestra propia vida. Hemos aprendido a renunciar a muchas cosas. Todo esto lo sienten millones de mujeres que son madres en todo el mundo y es así desde el comienzo de los tiempos. Sentimos la comprensión de todos porque es lo natural, lo que sucede por inercia.
Pero hay madres que desgraciadamente sufren el más terrible de los zarpazos, la más horrible de las tragedias: enterrar a un hijo. Hoy mi columna va por la madre de Cristina Martín que estará sufriendo ahora mismo el desconsuelo sin límites, la mayor negritud de su vida y la más grande de las desesperaciones. No tengo palabras para consolarte. No las encuentro porque nadie nos enseña a aceptar la muerte, mucho menos la de un hijo y mucho menos aún en estas circunstancias. Sólo decirte que lo siento, que no puedo dejar de pensar en ti y que hoy todos sentimos vuestro dolor.
Ojalá la vida te dé fuerzas para seguir caminando, para encontrarle un sentido a levantarte cada mañana. Ojalá del dolor no pases al sentimiento de la venganza pero no te pido nada porque no puedo ni imaginarme tu angustia. Sé que ahora ni un consuelo en una vida mejor hará que dejes de sentir dolor.
Para ti sólo deseo serenidad. Y para el responsable de todo esto…que Dios le perdone porque en la tierra esto es imperdonable.
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