Bien decía Miguel de Cervantes que “la ingratitud es hija de la soberbia”. Un hecho que se constata casi a diario en el escenario político nuestro y en el Latinoamericano. Abundan los desagradecidos de aquellos que les dieron armas ideológicas, programas de gobierno, planes de desarrollo e incluso imagen política. Nos sobran quienes, una vez en el poder, olvidan o desconocen los beneficios recibidos de quienes ahora repudian y escarmientan públicamente.
A estos ingratos de hoy, ¿quién podrá darles su confianza en cuestiones que tienen que ver con la supervivencia misma de nuestra sociedad? Los triunfos del ingrato, la hipocresía de sus actos y de sus palabras podrán servirle para anotarse triunfos políticos y recibir el aplauso de sus adláteres. Podrán pasearse de un lado al otro, pisoteando la dignidad de aquellos que ayudaron a entronizarle.
Basta con examinar con cuidado la historia latinoamericana del último medio siglo, para tener una amplia colección de ingratitudes manifiestas,
transformadas en traiciones groseras de ideales de cambios, de libertad y democracia.
Suelen los ingratos convertirse en dictadorzuelos, leguleyos propiciadores de regímenes a su medida o “pensadores” de pacotilla que nunca pudieron darle a sus pueblos una vida decente.
Esos ingratos son los que hoy se pasean orondos, con sus nutridas y pintorescas cortes en las que abundan los oportunistas y los bufones. Sin embargo, como quería Platón, filósofo griego de la antigüedad, más temprano que tarde “la razón y el valor siempre se impondrán a la traición y a la ingratitud”.