Figuro en la me parece que exigua lista de quienes quisieran jubilarse a los sesenta y siete. O a los setenta, si Dios me da fuerzas (y vida, claro). Cierto: me gusta mi trabajo, aun con todos los sinsabores que acarrea, no es una labor que exija enormes esfuerzos físicos, más allá de algunos viajes relámpago y los desplazamientos por el azaroso Madrid, y gano lo suficiente para vivir sin lujos, pero sin estrecheces. Y también cierto: a fecha de hoy, y sabiendo que dentro de diez años todos, si tenemos suerte, seremos algo más discapacitados que ahora, me encuentro en casi plenitud de facultades, más mentales que físicas, desde luego, pero no del todo mal de lo segundo.
De lo que no estoy tan seguro, señor ministro
Corbacho –ya sé que usted tampoco, aunque disimule sus dudas—es de que todo el mundo comparta mi enorme suerte. Hay gentes a las que las fuerzas les abandonan, el desencanto ante sus condiciones laborales les invade y saben, o creen, que no pueden ejercer su labor tan eficazmente como antes. Hay gentes que, amparándose en lo que ha venido ocurriendo con sus antecesores durante tanto tiempo, se creen, o se saben, con derecho a un descanso que otros han logrado hace ya mucho tiempo, quizá cuando apenas tenían cincuenta y tres o cincuenta y cuatro años, y tan ricamente.
Me parece bien, lo digo en serio, haber abierto el debate, aunque temo que se trate de una cortina de humo: apostar por el futuro poselectoral para difuminar un tanto las angustias del presente preelectoral. Que conste que me parece bien apostar por el porvenir, ser previsor. Pero hubiera preferido que los señores del Gobierno, y los de la oposición, se hubiesen puesto previamente de acuerdo a la hora de planificar qué será de mí, y de mi familia, y de mis amigos, y de mis compatriotas, dentro de tres, cinco, diez años: a ellos les hemos encomendado dirigir el país y sus circunstancias, y ellos, en cambio, nos tiran propuestas no acabadas, mal hilvanadas, a la cabeza, para que las vayamos deglutiendo y discutiendo en las calles, a ver qué sale.
Y no. A mí me quedan muchas dudas, las mismas, sin duda, que se le plantean a usted, amigo lector (y al ministro Corbacho, como decía). ¿Es lo mismo la jubilación de un periodista que la de un vendedor de grandes almacenes?
¿Igual la de un profesor de instituto que la de un maestro rural, para no salir del mismo ramo? ¿No se deberían tener en cuenta las condiciones físicas y mentales de cada persona a la hora de decidir jubilarlo? Y ya que estamos: ¿no sería bueno que cada cual pueda, a partir de un límite mínimo –pongamos sesenta años, por poner algo--, jubilarse cuando quiera y hasta donde crea que puede? Me parece curioso que, por ejemplo, los banqueros y tantos capitanes de empresa aguanten hasta los ochenta, cosa que casi nadie más hace; es decir, las condiciones laborales cómodas, que generan dinero y poder, facilitan la longevidad en el puesto de trabajo. Pero ¿es ese el caso de todos? Obviamente, no.
Y más. ¿Qué hacer con los planes de pensiones: retrasar su entrada en vigor hasta los sesenta y siete? Pues entonces, que me devuelvan mi dinero...Etcétera.
Estamos jugando con una de las cosas más sagradas a las que aspira la persona: la seguridad en el mañana. La conciencia de que, un día, el ser humano que arrastra la losa del trabajo durante años podrá descansar teniendo sus necesidades mínimas cubiertas.
Va siendo hora de que el Estado se preocupe del individuo, ciudadano a ciudadano, tanto o más que del colectivo, de la microeconomía de cada cual tanto como de la macroeconomía.
Por eso, establecer la jubilación a los sesenta y siete, o a los cincuenta y ocho, a toque de trompeta me parece, una vez más, una imposición del Estado sobre la persona. Y a mí no me interesa un Estado que no se interesa, a su vez, por mí y mis circunstancias, que es exactamente lo que, de manera creciente, está ocurriendo.
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