Como el dopaje en el deporte, la corrupción política ha existido siempre. Ahora, análisis más científicos, en un caso, y jueces más competentes, en otro, permiten su eclosión actual.
La corrupción tampoco es una fruta exclusiva de este país: que se lo pregunten, si no, a
Chirac o
Berlusconi, o a los parlamentarios franceses, que se auto-amnistiaron por la cara en dos ocasiones, o a los diputados británicos, pringados hasta por el precio de una hamburguesa.
Nuestra particularidad, digámoslo así, es que aquí siempre ha estado bien visto engañar a Hacienda, copiar en un examen, recibir obsequios de clientes o enchufar a hijos y cuñados. Por eso, todo el mundo conocía la corrupción inmobiliaria, sin que se hiciese nada para impedirlo.
Lo intentó
Josep Borrell ya en 1991, cuando le hicieron ministro de Obras Públicas: “Acabaré con la política de sobres bajo mano”, dijo. Años después, hasta dos subordinados suyos,
Huguet y
Aguiar, acabaron pillados por corrupción.
A veces, las tramas fraudulentas son difíciles de detectar, con dobles contabilidades, ingenierías financieras, paraísos fiscales y demás panoplia. Otras, sin embargo, están tan a la vista que
Maragall pudo decir aquello del 3% que CiU se llevaba de comisión. Pero todos callaron como muertos.
A medida que haya policías más cualificados, fiscales más expertos y jueces mejor preparados en temas financieros, veremos pocos municipios libres de pecado, pocos partidos inocentes como doncellas y pocos empresarios que no hayan sobornado para poder competir.
Al menos, y ésa es la ventaja de la democracia, todas estas cosas acaban siempre por saberse, aunque sólo sea hasta la próxima ocasión.