La semana pasada fue para el presidente Correa de abrazos con su homólogo peruano, una vuelta por Bolivia para reunirse con sus colegas de la ALBA, una entrevista televisiva, recorridos por el país y un casamiento, entre otras actividades, además de su habitual cadena sabatina que grabó el viernes.
Hoy se fue a una gira internacional que lo llevará a Gran Bretaña, en visita oficial y académica, y a Rusia, para profundizar las relaciones diplomáticas y comerciales. Alguien, no se sabe cómo, filtró que se daría un saltito a Bélgica, quizás a saludar con su familia política.
Esto no se ha podido verificar, pero podría caber dentro de la lógica de que, ante sus desencuentros con su hermano mayor, necesita algún consuelo filial, aunque no sea de sus parientes de sangre. Algo que es absolutamente comprensible, aunque no se ha aclarado si esta escala será a cuenta de su bolsillo o del erario público.
Rafael Correa es tal vez el presidente ecuatoriano que más ha viajado en los treinta años de regreso a la democracia, y tal vez en toda la historia republicana. Y es de esperar que tanto ajetreo, a la corta o a la larga deje alguna utilidad palpable para el país. A su regreso deberá volver a La Habana a terminar el tratamiento al que se sometió hace unas semanas en una de sus rodillas.
Ahora el Presidente no necesita permiso de la Asamblea Nacional para viajar. Los mandatarios anteriores debían recibir la autorización del Congreso Nacional o el Tribunal Constitucional. Esa es otra de las ventajas indiscutibles del socialismo del siglo XXI.
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