Ni fue convincente, ni logró evitar la sombra de la sospecha que se cierne sobre él desde que conociéramos sus abusos en el cargo. El director del CNI,
Alberto Saiz, compareció finalmente en la Comisión de Secretos Oficiales del Congreso pero ni venció ni convenció. Es verdad que el jefe de los espías presentó una serie de facturas que, supuestamente, demostrarían que sus aficiones de caza y pesca de alto standing las pagó de su bolsillo y que las obras realizadas en su domicilio particular eran por motivos de seguridad.
Las enseñó pero ninguno de los portavoces de los partidos políticos pudo verlas. Además lo importante no es que existan sino quién las pagó y eso no está claro. Además admitió que somete a sus propios agentes a la máquina de
la verdad, ¡menudo despropósito!; reconoció implícitamente que contrata a sus sobrinos, ¡un auténtico plan de empleo familiar! y, para defenderse, acusó de una campaña de desprestigió a antiguos agentes del CESID. ¡Menuda manera de echar balones fuera!. Presentarse como víctima de una conspiración es la mejor prueba de que Saiz está en una situación desesperada.
Está claro que intenta eludir su responsabilidad a toda costa y no le importa echar leña al fuego poniendo en el foco de la sospecha a los agentes más antiguos del CNI. Desde fuera, eso sí, da la sensación de que al señor Saiz le quedan dos telediarios y si de muestra vale un botón: el presidente el Gobierno ya ha mostrado su poca fe en el personaje al señalar que cuenta con su confianza
"mientras esté en el cargo". Ayer mismo, la ministra de Defensa,
Carme Chacón, reconoció que ha pedido una información completa y reservada sobre todas las acusaciones que pesan sobre el director, lo que significa que desconfía.
Es un secreto a voces en Moncloa que el jefe de los espías ya no está en estado de gracia y no están dispuestos a que nuestros servicios secretos sean propios de
Mortadelo y
Filemón. Todos dicen que ni siquiera su amigo Bono podrá salvarle de esta.