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Leyendo a Romanones

viernes 29 de mayo de 2009, 13:28h
Pido perdón a los habituales seguidores de esta columna de opinión, si los hubiere, porque esta semana he decidido dejar aparcados los temas de la política hodierna, por los que hay que transitar llevando en una mano el Código penal y en la otra una mascarilla anticontaminación. Tampoco quiero sumarme al escapismo de la final futbolística de Roma ni a la crónica cortesana de una primera comunión que puede ser la única solución para la crisis de venta de las revistas españolas. Así que busco el refugio argumental de un libro cuyo comentario no va a agradecerme ni el autor ni la editorial. Lo explico.

Andaba yo adquiriendo la prensa diaria, con su ración de adrenalina incorporada, cuando el quiosquero, un hombre sabio de la vieja escuela, llamó mi atención sobre unas cajas en las que, extraordinariamente, no se apilaban tenedores de diseño, películas de regalo o fascículos coleccionables sobre la segunda guerra mundial. “Son libros viejos que he comprado a la familia de un diplomático. Me he quedado con su biblioteca completa” Un cartelito escrito a mano graduaba la valoración de las obras, desde un euro hasta diez, en función básicamente de encuadernación y tamaño.

Los gustos del diplomático eran muy eclécticos, pero podía distinguirse un interés especial por las biografías de reyes y reinas, los opúsculos ilustrados sobre palacios y conventos… y su escaso interés por la lectura. La prueba es que la mayoría de los volúmenes permanecían a la espera de que se abrieran los pliegos. Así ocurre con el que tengo ahora delante y gracias al cual he estrenado, al fin, un abrecartas recibido como pago por una conferencia. Seguramente no merecían otra recompensa mis palabras. Lástima sin embargo que el fallecido embajador no prestara atención al libro, regalado según aparece en la dedicatoria, y desdeñado.

Lástima, porque en el yermo de los años cuarenta, el “Breviario de política experimental” del Conde de Romanones debía haber supuesto un cierto escándalo por sus ideas sobre necesidad de una monarquía constitucional “que no será posible si los reyes consienten tratar de política a espaldas de su gobierno responsable” o su dolida advertencia: “A las personas reales no les complace compartir los “vivas” ni los elogios con nadie. Los “mueras” y las censuras ya son otra cosa”.

El libro de Romanones, en rústica, editado por Espasa- Calpe, fue impreso-atención a la fecha -en 1944 y en él se lee: “La opinión de la calle no es la opinión pública. Ésta es un estado de conciencia; la otra, mera vocinglería. Distinguir entre ambas es deber del gobernante, para seguir la verdadera y resistir la falsa (...). Para quien noblemente sobrelleve la responsabilidad del gobierno de la democracia, es imposible gobernar contra la opinión pública”.

Y mientras Franco se ejercitaba en la persecución implacable de los vencidos, el viejo liberal alertaba: “Cuando un pueblo se resigna con el vencimiento y convive con el vencedor sin protestar, es que ya no palpita en él el amor a la Patria y que ha llegado al último escalón de la degradación cívica” Para remachar, ingenuamente: “El pueblo se cansa de que le gobierne largo tiempo la misma mano con el mismo freno”.

Romanones advierte en el prólogo que no intentó escribir un tratado de política, sino una serie de observaciones genuinamente personales “sin la solemnidad inherente a principios elevadamente formulados”. Fruto cierto de su experiencia personal, de la dificultad de, siendo católico, introducir cambios como el matrimonio civil o eliminar la obligatoriedad de estudiar el catecismo en las escuelas, son estas reflexiones cuya lectura recomiendo a los actuales gobernantes: “La resistencia pasiva de la Iglesia es inconmensurable.

La suavidad en la forma y la firmeza en el propósito son condiciones indispensables para conversar con la Iglesia. No olvidemos que las mayores resistencias a los buenos propósitos de los gobernantes no se encuentran en la Curia romana sino en quienes fuera de Roma, y en España, son más papistas que el Papa…”

En fin, sobrepaso el espacio, pero no me resisto a recoger una última cita: “El mejor Jefe de Gobierno es el que habla poco y dice mucho. Y los mejores Ministros, los que hablan mucho y dicen poco”. Vuelvo de los años cuarenta a los actuales. ¿No podría Fundescam, refugio de la nueva versión del liberalismo español, dedicar sus recursos a reeditar este libro? Si es que les queda un euro después de tantas campañas electorales, claro.
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