Esta que acaba se va a recordar como la semana en la que destacados políticos, obligados a la prudencia por el cargo que ocupan, se olvidaron del dicho "en boca cerrada no entran moscas". Una incontinencia verbal va a llevar al Fiscal General del Estado a enfrentarse a una querella de todos los sindicatos de la policía. Pero lo peor es que puso en evidencia las malísimas relaciones que la fiscalía, y él en particular, mantienen con el juez Garzón. Es innegable que Garzón va de juez estrella, pero Conde-Pumpido es el único que no lo puede decir.
Entre otras cosas porque despierta la sospecha entre la ciudadanía de que la oposición de su subordinado, el fiscal jefe de la Audiencia Nacional, a que Garzón siguiera investigando los crímenes de la dictadura de Franco, se hizo más por resentimientos y enconos personales que por razones jurídicas. Alguno incluso, tras oír los imprudentes comentarios de Conde-Pumpido, se preguntará si la negativa de la fiscalía anticorrupción a que el caso Correa pase al Supremo no es también un pique de competencias con el "juez estrella".
Esa verborrea sin procesar va a tener también un coste de incomodidades para el presidente francés, Sarkozy, que prepara su visita oficial a España. Interpretaciones aparte, desmentidos del Eliseo posteriores, lo cierto es que llamó tonto útil a Zapatero, pero tonto al fin. Y qué decir del gobernador del Banco de España. ¿No tiene canales privilegiados para hacer llegar a cualquier ministro o al presidente del Gobierno su preocupación por el futuro de las cuentas de la Seguridad Social? ¿Considera prudente, con casi cuatro millones de parados y los que vendrán, poner en duda públicamente la supervivencia de las pensiones en un país angustiado por la magnitud de la crisis y cuyos trabajadores están ahorrando lo que no tienen por miedo al mañana?.
El oficio de político, y más cuando se ocupa un cargo público, exige no dirimir las rencillas en público -valga la redundancia-, no hacer descalificaciones personales y utilizar al interlocutor adecuado para trasmitir temores que pueden crear alarma social. Si el responsable de la cosa pública no es capaz de reprimir su locuacidad o su verborrea inoportuna tiene una salida muy fácil: volver a la empresa privada donde se guardará muy mucho de decirle al jefe o a los compañeros lo que piensa de su valía.