Los militares no son amigos de aparecer mucho en los papeles. No les gusta ser protagonistas de nada y, si la vanidad les puede, lo resuelven entre ellos o en reuniones de amigos.
No estaban cómodos los mandos que han pasado por la Audiencia Nacional a cuenta del juicio por el accidente del Yak-42. Y es bien comprensible: para empezar de lo que se ha tratado es de la muerte de sus compañeros, con la tragedia añadida de los errores en las identificaciones. Para seguir, han debido declarar sobre cosas que ocurrieron hace tiempo ya y en las que, acaso, quepa atribuir responsabilidades a otros compañeros; en esas circunstancias la memoria se vuelve selectiva o se amodorra y se deja llevar por los vericuetos de los eufemismos y los sí pero no, sino todo lo contrario. Es sorprendente que no hayan cargado sobre quienes entonces tenían responsabilidades políticas y, sin duda, se equivocaron: puede que sea porque algunos llevan la obediencia debida hasta esos extremos y otros, simplemente, creen que no merece la pena ocuparse de gente que, a su juicio, se conduce con ambición y egolatría.
En cierto modo es de agradecer que los militares no entren en el juego de las descalificaciones y no contribuyan al guirigay general. Si un ministro tiene demasiada prisa o si otro u otra se salta la cadena de mando y telefonea directamente a una unidad, o decide pasar un fin de semana con “los chicos” para darles una buena noticia sin que los altos mandos se enteren, es algo que asumen con disciplina.
Son servidores del Estado sí, pero hay quien piensa que se les debería considerar Estado mismo. Puede que si la lealtad se entendiera bien y no como la entendía aquel personaje de tebeo de nombre “
Angelsíseñor” los ministros tendrían cerca gentes de uniforme capaces de ponerse en la posición de firmes y, con el mayor respeto, decirles que se equivocan en esto o en lo otro o en lo de más allá, sobre todo en lo de más allá.