“Operación Che” Historia de una mentira de Estado. Autores: Maite Rico y Bertrand de la Grange. Cuestionamiento de la gestyión de los antropólogos cubanos que supuestamente, en julio de 1997, encontraron un esqueleto que fue identificado como el de Ernesto Che Guevara.
El Che fue el último que desenterramos. Parte de sus restos estaban cubiertos por la chaqueta y al registrarla encontramos, en un bolsillo, la bolsita con picadura de su pipa”. Abrumada por la emoción, la historiadora cubana María del Carmen Ariet contaba así a la prensa el hallazgo, en julio de 1997, de los restos de Ernesto Guevara, junto a otros seis guerrilleros, en una fosa común a las afueras de Vallegrande (Bolivia). “Es el comandante, al fin lo encontramos”, coreaban, entre sollozos, los siete miembros del equipo científico cubano, que había tardado dieciocho meses en cumplir la importante misión ordenada por Fidel Castro: localizar el cuerpo del “Guerrillero Heroico”, asesinado por el ejército boliviano el 9 de octubre de 1967, y enviarlo a Cuba a tiempo de conmemorar el 30 aniversario de su muerte.
Ajeno a la alegría de los admiradores del Che, que rodeaban la amplia fosa de tres metros de profundidad, diez de largo y cinco de ancho, abierta por los cubanos entre la pista de aterrizaje y el cementerio, un grupo de curiosos observaba ese trajín tan desacostumbrado en Vallegrande, un pueblo de 6.000 habitantes del oriente boliviano. Entre la multitud estaba Casiano Maldonado, un campesino de 46 años, dueño de unas pocas vacas y un terrenito al final de la pista. Casiano no salía de su asombro, pero se quedó callado. El momento no era propicio para expresar en voz alta lo que le pasaba por la cabeza. No le gustaban los pleitos. Casi diez años después del hallazgo, el vaquero no lo duda un solo instante: “Ese no era el Che”, dice, mientras lleva un pequeño toro atado a una cuerda. Risueño, bajo un sombrero negro que le protege de la llovizna persistente, Casiano cuenta que, cuando el ejército mató a los guerrilleros y los trajo a Vallegrande, él vio los cadáveres, todos amontonados. “Como perros los tenían. La zanja estaba abierta cuando volví de Vallegrande en la tarde. A la mañana siguiente, cuando pasé de nuevo, ya estaba tapada la zanja. Los habían enterrado a los guerrilleros durante la noche, ahí, en esa misma fosa donde los encontraron. Después, me fui al hospital Señor de Malta porque quería ver al Che, como todo el mundo aquí. Curiosidad, nada más. Cuando llegué al hospital, ahí estaba el cuerpo del Che”.
En 1997, la Revolución cubana atravesaba sus peores momentos. Su principal aliado y sostén económico, la Unión Soviética, había cesado de existir seis años antes. Había hambre y escasez de todos los productos de primera necesidad en la isla, que vivía bajo las reglas del “periodo especial en tiempo de paz”, un eufemismo para caracterizar una verdadera economía de guerra. Aparecieron pintadas anónimas en las paredes -“Abajo Fidel”- y las primeras señales públicas de descontento, con una manifestación espontánea en el Malecón, algo nunca visto en La Habana desde la llegada al poder de los barbudos, en 1959. En uno de esos golpes propagandísticos perversos, a los que siempre ha recurrido cuando ha estado en un apuro, al dictador cubano se le ocurrió recuperar la figura del popular guerrillero argentino-cubano para distraer al pueblo de sus apremiantes penurias y “relanzar la mística revolucionaria”. Encontrar sus restos se convirtió en el principal desafío para 1997, proclamado “Año del Che”. El Líder Máximo no podía fallar y, menos aún, aquellos que él mismo escogió cuidadosamente para cumplir tan peculiar cometido. Costara lo que costara, los huesos del “Comandante de América” tenían que llegar antes de octubre para ser depositados en el descomunal mausoleo que le estaban construyendo en Santa Clara, la ciudad liberada por la tropa bajo su mando, antes de marchar hacia La Habana, en los últimos días de diciembre de 1958. Y los huesos llegaron a tiempo, tal y como lo había ordenado Fidel Castro.
¿Cómo lo lograron? Diez años después del hallazgo “milagroso”, como lo definió el propio caudillo, van apareciendo por fin las pruebas del engaño.