En la primera mitad de 2024 más de 20.000 inmigrantes a bordo de cayucos han llegado a las Islas Canarias, un 220 % más que el año pasado. Al tiempo, varios cientos de ellos han quedado en medio del Atlántico reducidos a cadáveres porque no han conseguido completar la travesía desde las costas africanas.
Al problema general que vive el archipiélago canario hay que añadirle el particular de los menores no acompañados (menas), que también integran el pasaje de esos centenares de cayucos que incesantemente alcanzan las costas canarias. Las últimas cifras que da el propio gobierno autonómico canario indican que estos menores son unos 6.000, una cantidad que ya supera con creces la posibilidad de respuesta humanitaria de las autoridades isleñas. El ministerio del Interior, no se sabe muy bien de acuerdo a qué criterios, va desplazando a la península a estos menores, aunque a tenor de las quejas de los gobiernos autonómicos que son los receptores, sin las dotaciones económicas correspondientes para poder hacer frente a la crisis humanitaria. Y, por si no tuviéramos bastante, Puigdemont y los suyos ya han solicitado que Sánchez excluya a Cataluña del reparto de estos menores, y el País Vasco, aunque no ha exigido nada, tampoco participa de hecho en la asignación actual.
Años atrás, tanto el flujo como el gran cementerio de migrantes fue el Mediterráneo, especialmente entre personas norteafricanas y de Oriente medio y de algunos otros países asiáticos que alcanzaban tierras libias para ponerse también en manos de las mafias que les aseguraban ayudarles a llegar hasta las costas italianas, especialmente a Lampedusa, que también se convirtió entonces en puerto preferente de acceso a Europa.
Lampedusa, Canarias…, da lo mismo. Son territorios europeos que concentran los sueños de miles y miles de personas a quienes no les importa enfrentarse a la posibilidad de morir ahogados porque, la alternativa es aún mucho peor. El hambre, la persecución política, la guerra o la muerte seguras en el caso de permanecer en sus lugares de origen. Son seres humanos en busca de mejores condiciones económicas y de mayor libertad y el fenómeno, se pongan como se pongan en Bruselas, no va a parar en los próximos decenios.
Pero, sabiendo mucho más que nosotros, ni los jefes de estado, ni los presidentes de gobierno, ni los ministerios respectivos en la Europa de los 27, no es que no se pongan de acuerdo en la adopción de políticas que regulen ese flujo de personas con destino a Europa, no es ya que parezca que no les importa una higa, sino que ni siquiera es una de las cuestiones que contribuyan a quitar el sueño a tan ilustres personajes.
Uno se pregunta qué hace falta que suceda para que la UE y cada uno de sus gobiernos nacionales se pongan de una vez y conjuntamente manos a la obra para intentar regular este complejo flujo incesante de inmigrantes y, de paso, a repartirlos entre todos los países porque, de otra forma y poco a poco, lo mismo los partidos populistas de uno y otro signo (mírese, por ejemplo, lo que está pasando estos días en la vecina Francia), van a terminar recogiendo el malestar y la inquietud de los ciudadanos y, consecuentemente, volviéndose a replegar en los nacionalismos provincianos y dando la espalda a esa idea de Europa que tantos años ha costado vertebrar.
Entre tanto, y como parche inicial que pueda suponer un acicate para la adopción de políticas concretas y eficaces al respecto, voy a sugerir una idea que me apuntaba un buen amigo hace solo unos días. Es una fórmula infalible porque, como va a ver usted, propone experimentar en cabeza propia la angustia de no saber muy bien qué hacer con las personas migrantes, especialmente si hablamos de los menores de edad. Me decía este amigo que quizás hubieran de repartir todos esos menores no acompañados entre los ministros, diputados, asesores, altos cargos de las distintas administraciones europeas (españolas y autonómicas incluidas, por supuesto) y, en general, todas esas gentes de buena voluntad que esconden la cabeza debajo del ala para concluir así en que el problema no existe. No me atrevo (probablemente para no asustarme aún más), a concretar los miles y miles de niños que ya tendrían resuelto su futuro.
Y para terminar estas líneas que mezclan la desesperación de unos seres humanos y la indiferencia de otros, déjeme que le cuente otra historia reciente que, seguramente, va a quedar grabada en las retinas y en la memoria de los cientos de pasajeros del ‘Insignia’, un crucero norteamericano de lujo que iba camino de Tenerife. De medio año de duración y de unos 50.000 euros de coste medio por pasajero, tuvieron un incidente, no previsto ni en el folleto turístico que les decidió a escoger el viaje, ni en el diario de a bordo de la tripulación del gran transatlántico. El caso es que, a unos cientos de Km de Tenerife tuvo que recoger a unos 70 inmigrantes africanos que integraban el pasaje de un cayuco que intentaba alcanzar las costas canarias y que se encontraba a la deriva. Por cierto, con media docena a bordo ya muertos desde hacía días y que, como tantos otros, ya jamás podrán volver a intentarlo y nunca alcanzarán el sueño europeo.