No hay playas bajo el pavimento
jueves 21 de mayo de 2015, 14:05h
He vuelto a los escenarios del 15-M y nada queda en ellos de
aquel acontecimiento imprevisto. Sólo se percibe el eco lejano del estruendo
que por entonces atronaba en la Puerta del Sol. Aquello se prolongó más de lo
esperado y sacudió la resignación asumida de muchos, pero acabó cuando los
últimos acampados empaquetaron sus propuestas iluminadas y las brigadas
municipales recogieron lo que allí quedaba. Cuatro años después, sus presuntos
herederos políticos se alejan del lugar de los hechos, alistados como están en
oscuras maniobras de camuflaje estratégico. No quieren rescatar las mochilas
que los indignados abandonaron en las calles y los que siguen su rastro las
esquivan con cuidado. A lo largo de muchas jornadas, inflamados del fervor
participativo que caracteriza a los episodios constituyentes, una multitud
creciente debatió y aprobó soluciones alternativas al desastre socioeconómico
que se extendía por todas partes.
Aunque la mayoría de las propuestas ratificadas fueran tan
inviables como simplistas, las miserias del sistema quedaron expuestas con una
claridad formidable. Sin entrar en otras aplicaciones pintorescas, los
concentrados creían que era posible abandonar las instituciones europeas,
renunciar al euro y mandar al cuerno a todos los prestamistas internacionales
que poseían nuestra deuda nacional. Proclamaban la nacionalización de la banca
y la neutralización de los agentes financieros, la intervención de los sectores
energéticos y la estatalización de la educación y la sanidad. Apostaban por la implantación de una renta
básica familiar, universal y suficiente; por la jubilación anticipada de los
trabajadores, por el reparto del trabajo existente, por acabar con la
temporalidad laboral, por incorporar a los jóvenes en proyectos reales de
emancipación social y por ocupar las viviendas vacías. La democracia real era
su bandera. Querían construirla desde abajo, abierta y asamblearia, popular y
avanzada, sometida a las decisiones puntuales del pueblo, aunque para
edificarla tuvieran que derribar el modelo
elaborado en 1978.
Muchas de aquellas arengas, incluidas las más impracticables,
calaron en el tejido más vulnerable de la opinión pública. Los partidos
instalados contemplaron el fenómeno sin inmutarse, con desprecio a la derecha y
con una sonrisa complaciente y paternalista a la izquierda. Con el paso del
tiempo, su impostura gestual se transformó en un rictus de perplejidad y temor.
Los activistas del 15-M abrieron las letrinas del sistema y un tufo
insoportable se dispersó en el ambiente. Los que allí concurrieron, gentes de
diversa condición y orígenes muy distintos, machacados todos por la crisis,
abandonados a su suerte por los que tenían la sartén por el mango, reclamaron
otra forma de hacer las cosas. En las cuerdas de la contestación quedaron
colgados los trapos sucios de nuestro entramado institucional: la perversión
progresiva del régimen, la colonización política de la sociedad civil, el
arribismo sostenido de políticos sin escrúpulos y el enquistamiento del
clientelismo interesado en todas las estructuras ciudadanas.
Allí se denunció también la politización de los poderes del
Estado, el intrusismo masivo en los organismos de la administración, el
descontrol del gasto público y la existencia de mafias de corruptores y
corrompidos. Aunque solo sea por todo ello, merece la pena rememorar el suceso.
Hoy parece archivado en la memoria
colectiva, como se enterró en la historia el Mayo francés del 68. Tantas
décadas después, los protagonistas del
15-M han vuelto a comprobar que no hay playas bajo el pavimento.