Un escorpión entre las piedras
sábado 16 de mayo de 2015, 09:32h
Se
levantó con su tristeza más cerca todavía, y cuando vio el cielo azul, las
montañas grises, el mar mojando la ventana, sintió que alguien desconocido le
mandaba el mensaje de que fuera feliz. Tenía un dolor que no podía quitarse de
encima. Habitaba su corazón como una araña loca y se le ponía en los ojos
agarrado a las pestañas, invocando su tristeza para convertirla en un estado
natural. Le habría gustado que la causa del dolor fuese metafísica. Estaba
acostumbrado a levantar dentro de sí un hondo existencialismo ante las
preguntas oscuras sobre el sentido de la vida. La orfandad cósmica también le servía
para esconderse del exterior cuando éste no le gustaba. Para huir al cabo. O
para consolarse cuando algo sin grandeza emergía de adentro, para no enfrentarse
a una parte de sí que detestaba. No, el dolor que sentía tenía la causa en un
error que había cometido. Había hecho algo malo, y no podía consolarse con que
en el fondo no deseaba hacerlo, ya daba igual, lo hizo y de nada servía no
sentirse orgulloso ni volver a repetirlo. La evidencia de los hechos difuminaba
cualquier atenuante y su error le dolería a él y a las personas que le amaban.
Pero aquella mañana, después de una noche
sin apenas dormir, con los párpados gordos como esponjas mojadas, vio las
montañas grises con sus árboles oscuros reluciendo, saludando al amanecer con
un destello limpio que parecía un grito de felicidad en el viento. Vio el mar
moviéndose con una lentitud de ternura, como si se entregara a la arena con
sensualidad y aplaudiera por la muerte de la noche. Vio el cielo azul limpio
con otra calma que aletargaba la mirada en una contemplación satisfecha. Y pensó
que aquella belleza era el preludio de una caricia desconocida que venía de
lejos, el mensaje de unos labios que le decían sin palabras que ya había
sufrido demasiado, que fuese feliz, que la vida estaba llena de errores y que
nadie estaba exento de cometerlos. Sí, que fuese feliz y abriese su corazón
para que el diálogo perfecto, armonioso, enamorado entre el cielo, el mar y la
tierra fuese una fiesta inmensa que ofrecía la vida y no había que despreciar.
Se sentó en el balcón con su dolor al lado.
Miró el mar, el cielo azul y las montañas grises, e intentó encontrar una
puerta en su mente para que pudieran meterse dentro de él. Deseaba participar
de aquel diálogo amoroso. Ser el cuarto elemento necesario para que aquella
belleza natural tuviera sentido. El cielo, el mar, las montañas grises y él.
Los cuatro amándose en las sábanas azules del cielo, mirando desde lejos el
error que se quedaba muerto en los muros de la casa, o como un escorpión escondiéndose
por las piedras cuando siente unos pasos.