De
entre los muchos dislates que jalonan la vida política nacional, el anuncio por
parte de
Artur Mas de que la
Generalitat prevé crear medio centenar de embajadas (más)
para representar a Cataluña en el exterior, es, acaso, el que mayor pasmo y
algo de indignación me ha producido en los últimos días. Conozco la eficacia
que están cosechando esas 'legaciones diplomáticas' y la 'diplocat' en general,
siempre en busca de un reconocimiento de la personalidad independiente de
Cataluña en el mundo mundial. Y resulta que, hasta ahora, que yo sepa, los
'embajadores' (y cónsules) de Mas solamente han cosechado sonoros fracasos y
mínimos triunfos: ni una audiencia con jefe de Estado o de Gobierno, ni una
declaración pública valiosa alentando los afanes secesionistas del actual
equipo de gobierno catalán. Me consta que, en su recorrido por las embajadas
extranjeras ubicadas 'en Madrid', los 'enviados especiales' de Mas han
cosechado más bien rechazos escépticos que entusiastas adhesiones a la causa: todos
piensan que no hay que contravenir la legalidad de un país. Y todos, claro,
prefieren, si así de duras se ponen las cosas, mantener una buena relación con
el país poderoso, cliente y aliado, que es España, que con el proyecto de
escisión territorial que ni siquiera está demostrado que sustente una mayoría
de ciudadanos catalanes. Pregúntenle a
Merkel. O a
Manuel Valls, vecino y
catalán de origen, sin ir más lejos.
Y
conste que lo digo pensando que 'desde Madrid' no se han hecho bien muchas
cosas. Y convencido de que una consulta debería haberse celebrado en tiempo y
forma, pero impulsada desde el Estado, o desde el Gobierno central si se
quiere, con todas las garantías y debatiendo los datos 'de verdad', no los
propagandísticos aventados por los voceros de la Generalitat. Soy
de los convencidos de que existe aún la oportunidad de que los nacionalismos
más acérrimos se encuentren cómodos en este Estado, es decir, en España -y ¿por
qué no decirlo así?-; pero, para ello, claro, hay que hacer algo también desde
el conjunto de ese Estado, en general, y desde Moncloa, en particular.
Advirtiendo siempre que diálogo no excluye firmeza. Por ejemplo, a la hora de
impedir que, con mis impuestos, se pague a esos ridículos 'diploscat' que Mas
quiere que vayan diseminando la buena (o no tan buena) nueva por esos mundos de
Dios.
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