sábado 06 de diciembre de 2014, 17:17h
Leo un poema de Álvaro Valverde, 'La sombra fugitiva', y mezclo alguno de sus versos con el aire sucio que ha llegado a mis pulmones en un reciente paseo por la ciudad. Las luces y el atardecer competían por abordar la penumbra. La imagen de los edificios caóticos se enfrentaba al umbral de la oscuridad, que ya estaba agarrándose al primer impulso de las viejas farolas. Iba por unos soportales pequeños llenos de escaparates. En mi paseo, que pretendía algo ausente, distinguía sombras de gente que se movían vertiginosas, o estaban sentadas en los bancos rodeados de hojas pisadas, o hablando en algún rincón, o fumando en la puerta de bares con mesas altas y taburetes oscuros. Al pasar por estos bares sentí que el olor del tabaco luchaba por vencer el vaho fresco de la niebla. Paseaba por una plaza que en mi ciudad compagina estilos contrarios. Véase el rico en cristales y florituras de Flandes, y el adusto manchego, en el que las ventanas piden permiso a los muros para poder salir al viento.
Se veían los primeros indicios de la Navidad. Cuatro villancicos gastados, luces multicolores, las castañas, algún stand con abalorios de hojalata...Poca cosa, el Ayuntamiento, proclive como otros de la derecha a competir en dura bacanal de recortes, mezcla el chocolate del loro con el caviar del marqués. Iba solo, y aunque no hacía mucho frío, quizá por habilitar mi intimismo me escondía la cara en el abrigo. Venía de dar una vuelta por una de las dos librerías que hay aquí con algo de sustancia. En la prosa claro, que en la poesía solo hay una vitrina en un rincón lejano pidiendo permiso por existir. Mientras andaba por las baldosas llenas de chicles pegados, percibí que el rumor de la plaza estaba siendo ocupado por unos gritos lejanos. No pude entender si eran de mujer o de hombre.
Cuando me acerqué vi que eran de una mujer que tendría cuarenta años. Llevaba un abrigo oscuro de lana rota, un gorro con orla y unos pantalones negros anchos. La acompañaba un perro lanudo que la miraba con indiferencia. Seguro que ya estaba acostumbrado a sus gritos salvajes. Estaba sentada en un escalón, y cuando chillaba cerraba los dos puños, doblaba los brazos, bajaba la cara hasta el suelo. A su lado, dos municipales contemplaban el duro espectáculo. No había que ser médico para darse cuenta de que el monstruo de la droga le salía por el aliento. Me acerqué a los policías para ayudar en lo posible, pero ellos con gesto diligente me dijeron que siguiera mi curso. Sin embargo, pude escuchar lo que la mujer decía. ¡La ciudad me acecha, la ciudad me acecha, la ciudad me acecha!, chillaba. Seguí mi camino, en un río de gente, mientras sus gritos se iban poco a poco perdiendo en la noche.
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Últimos comentarios de los lectores (1)
32304 | Rosa Paredes - 07/12/2014 @ 14:28:58 (GMT+1)
Sr. Julía, en ese paseo vespertino que Vd. describe por una ciudad cualquiera de la geografía española, hay muchos contrastes. A pesar del bullucio de las calles, se llega a experimentar la sensación de la soledad y desaliento y desearías encontrar alrededor, esa poesía que está escrita en los libros y que algunos la llevan incrustada en el corazón. Es entonces cuando escondes la cara dentro del abrigo y ansías llegar lo más rápidamente posible a ese rincón que te espera para abrir ese libro pendiente de lectura. Cada cual tiene su propio santuario. El mío es una pequeña librería de segundamano a la que voy con bastante frecuencia. Me gusta leer lo que ya han leído otros. Es triste cuando deambulas por las calles, presenciar escenas que te desgarran por dentro y que salen en cualquier esquina. En cierta ocasión en una céntrica calle madrileña y también con ambiente navideño, pude ver a un anciano tirado en la acera encima de una manta. ¡ Hacía un frío horrible! Los transeuntes pasaban a su lado con bolsas de regalos y dispuestos a preparar, de la mejor manera posible, esa Nochebuena. Observando al anciano, pensé que no podía quedarse a la intemperie y por ello hice una llamada a la policía para que pasara a recogerlo. Prometieron hacerlo. Apostada en un rincón de la calle, esperé. Momentos más tarde una pareja de policía municipal descendió de un coche y se acercó al mendigo que presentaba signos de embriaguez. Por más que le insistieron para llevarlo a un albergue donde poder comer caliente y dormir en una cama confortable, el hombre no quiso salir de ese trozo de acera que le servía de cobijo y decidió quedarse con su miseria. Desalentados, la pareja subió al coche y emprendió la marcha posiblemente hacia otras esquinas... Antes de seguir mi camino dirigí la mirada hacia ese pobre desheredado y pensé que los mortales, además de nacer con un guión debajo del brazo que unos viven en technicolor y otros en blanco y negro, todos tenemos una moneda que lanzar al aire. A unos les toca la buena cara de la vida y otros se quedan con la cruz que terminará haciéndolos descender a los infiernos... ¡Feliz Navidad!
Saludos
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