jueves 30 de octubre de 2014, 09:47h
A estas alturas de la película, muchos nos conformaríamos con
vivir en un país normal, pero nada de lo que aquí acontece satisface esa vieja
pretensión. En un país normal, de nuestro entorno geográfico sin ir más lejos,
un partido gobernante salpicado por escándalos de corrupción política,
sospechoso además de financiarse ilegalmente, estaría ya en la oposición y ahí
se quedaría por muchos años, purgándose convenientemente. Los que así pensamos,
coetáneos de la generación que precipitó la caída de la dictadura y ayudó en el
parto de la democracia recobrada, pretendíamos integrarnos por entonces en la
Europa libre que nos rodeaba y librarnos para siempre del estigma que nos
caracterizaba como ciudadanos distintos. Enfrente estaban los publicistas de
Franco, aquellos que se inventaron lo de "España es diferente", lema con el que
intentaban justificar el aislamiento preventivo al que nos sometían y las carencias de toda
índole que padecíamos. Cuando nos asomábamos a las verjas de aquel parque
jurásico, habitado por españoles sin libertades ni derechos cívicos, veíamos
fuera una normalidad democrática de la que carecíamos dentro.
Tantos años después, perfectamente acoplados en las estructuras
comunitarias europeas, liberados de nuestro grotesco pasado, aún no hemos
conseguido vivir en un país normal. Cuando se diagnosticaron los primeros casos
de corrupción política se debió cortar por lo sano, pero se aplicaron al
enfermo paños calientes y ahora la gangrena circula por sus arterias
principales. Tampoco fueron capaces de desbrozar la maleza de intereses
bastardos que iba creciendo en el bosque de administraciones superpuestas. Un descuido
fatal que propició la multiplicación incontrolada de parásitos y dejó sin
reprimir la actividad furtiva de muchos cazadores de lo ajeno. Lejos de clarear
la arboleda, tratándola con las podas y
los apeos que una plaga tan devastadora aconsejaba, regaron el terreno con
abundantes caudales de dinero público y lo abonaron con el estiércol de la
opacidad, el descontrol y la impunidad.
La vertebración del llamado Estado de las Autonomías facilita
el trabajo a los sinvergüenzas que consiguen afincarse en alguno de sus
múltiples despachos oficiales. Ocupado el lugar, ante ellos se despliega un fabuloso
mundo de oportunidades delictivas. Los
concejales y sus alcaldes, inmunes a la fiscalización de lo que antaño se
denominaba Secretaría del Ayuntamiento, manejan suculentos planes de urbanismo
y contratas de servicios esenciales. Los presidentes de las diputaciones y sus
apéndices rectores subastan obra pública y van por los pueblos como si fueran
los Reyes Magos del desarrollo local. Los presidentes autonómicos obran como si
fueran jefecillos de estado, reproduciendo en sus territorios los mecanismos
administrativos del ejecutivo central. El Gobierno de España, celoso de sus
competencias, mantiene viva una organización centralizada, superpuesta a todas
las demás, que se extiende por todas
partes.
Por si acaso se les quedara pequeño el espacio donde se
mueven, los delincuentes vocacionales pueden introducirse también en el
conglomerado de las empresas públicas, en las plantas nobles de los principales partidos, en los entes estatales
y autonómicos encargados de regular nuestra vida social y en las compañías que
trabajan para la Administración. Nuestro sistema tiene demasiados agujeros
negros y muy pocos controladores para vigilarlos. Cundo las cuentas públicas
llegan a los interventores, tarde y mal, las fechorías ya se han perpetrado y
solo queda a nuestros gobernantes la posibilidad de escandalizarse, indignarse
y arrepentirse de los errores cometidos. Ahora nos van a presentar nuevas
cataplasmas éticas y estéticas, pero la camorra nacional busca ya nuevos socios
en el entramado deforme que ellos mismos se niegan a desmontar.