De suizos, amonestaciones, párrocos, estadísticas y Pujol
martes 21 de octubre de 2014, 09:00h
Hay quien cree todavía que los españoles tenemos una especie de pátina xenófoba y, más
aún, racista. Yo, sin embargo, niego la
mayor y creo que no, y por diversas, fundamentadas y sesudas razones que apuntan justamente en sentido contrario. Pero, no
teman, no voy a soltarles aquí ni
siquiera el astract de una posible
tesis doctoral, sino que voy a limitarme a referir alguna que otra costumbre instaurada en un pequeño y, al parecer de casi
todos, modélico país de la vieja Europa llamado Suiza.
Voy a ponerles algunos
ejemplos de sus pequeñas -o grandes, no sé muy bien- singularidades. Por ejemplo, Suiza ha internacionalizado sus
bancos, a través de la sencilla fórmula de
no preguntar nunca por la procedencia de los millones allí depositados; ha
señoreado su capacidad de atrapar el tiempo en artísticos y carísimos relojes
hasta que le quitó la primacía un país
tan rarito como la misma Suiza, pero del Lejano Oriente, Japón, y, por
último, porque también la tan exótica como cercana Suiza ha aprobado este mismo 2014, a través de un referéndum
propiciado por la extrema derecha, el establecimiento de cuotas de entrada para
extranjeros. Este, por cierto, no ha sido un capricho circunstancial sino que, muy al contrario, era una
pretensión que esa facción política del país helvético,
llevaba ya más de 40 años persiguiendo.
Esto, señores, sí que
es xenofobia, y no alguna que otra salida de tono de algunos de nuestros conciudadanos que, más
por vísceras que por cerebro, confunden el culo con las témporas, y creen,
pongamos por caso, que abriendo la puerta de salida del país, e invitando amablemente
a todos los que no tengan pasaporte español a dejarnos solitos, solucionaríamos de un plumazo que pasáramos de tener
más de 5 millones de parados, al pleno empleo... ¡Error, craso error!,
como diría el clásico.
Pero no es de esto, por ahora, de lo que quería hablarles, sino de las amonestaciones. Y no de las que reciben
en forma de tarjetas amarillas o rojas (según los casos), aquellos deportistas menos
caballerosos y provistos de más alto
grado de testosterona. No, no es a esas amonestaciones sino a otras a las que
quiero referirme ahora.
Para ello,
volvamos de nuevo a Suiza, porque, en algunos cantones helvéticos, es
obligatorio que cuando alguien quiere pedir la nacionalidad se cuelgue en el
Ayuntamiento la propuesta durante unos días y se pregunte si algún vecino tiene
algo en contra. ¿Se sorprenden? Pues eso
no es nada: Podría aludir también a un
cartelillo que podía verse hace unos cuantos años, cuando nuestros compatriotas
eran mayoría entre los foráneos que acudían a Suiza a trabajar. Entonces, digo,
no era infrecuente encontrarse un aviso colgado
en la puerta de los bares muy parecido al que ahora podemos ver también en España.
Rezaba así: "Prohibido el acceso a perros..." (Hasta aquí la
similitud). Pero allí completaban el cartel
añadiendo "... e inmigrantes".
Don Ángel
En mi pueblo pasaba algo parecido cuando se iba a celebrar una boda -cristiana, claro,
ya que entonces no había otro tipo de matrimonios -. Don Ángel, el párroco, hacía
pública la voluntad de los contrayentes
para que, si alguien tenía alguna razón en contra que impidiese su celebración,
lo dijese. Por si eso fuera
insuficiente, durante la boda se volvía a recordar públicamente si alguno de los presentes tenía alguna alegación que aportar que impidiese el matrimonio. A
partir de ahí, una vez terminada la ceremonia religiosa, quedaba formalizado el
matrimonio "y lo que ha unido Dios, que no lo separe el hombre".
Debe de ser que Dios o don Ángel andan ahora de
vacaciones porque el número de matrimonios que no llega al
altar es, creo yo bastante menor que el de los otros, los civiles. Afirmo esto
a ojos de un buen cubero, que no tengo ganas de asomarme a esos intrincados y
tortuosos caminos del Instituto Nacional de Estadística en donde, si uno se lo propone,
puede llegar a fundamentadas
conclusiones sobre cualquier cosa y, por
supuesto, sobre la contraria. Siempre
hay razones (estadísticas, claro está) para acabar concluyendo lo que a uno le parezca. Aunque
para recorrer ese camino no hace falta proveerse de esas
alforjas ni de ninguna otra clase, que uno es muy dueño de poner a trabajar el
magín y que ese aceite que lo lubrifica,
y que otros llaman lógica, lo lleve al destino
que le dé la gana.
Bueno, pues para terminar de liarles, déjenme
decirles, por último, que no son ahora estas amonestaciones las que me gustaría
mostrar a los suizos, sino las otras,
esas por las que hemos pasado apenas de puntillas,
las de los deportistas. Creo que los ciudadanos de ese país merecen una
cartulina amarilla y, como se empeñen, podríamos sacarles otra más y acabaría
convirtiéndose en roja y, a partir de
ahí, habría que imponerles hasta sanciones económicas y eso, señores, eso son ya palabras mayores. ¿O no, señor Pujol?
Columnista y crítico teatral
Periodista desde hace más de 4 décadas, ensayista y crítico de Artes Escénicas, José-Miguel Vila ha trabajado en todas las áreas de la comunicación (prensa, agencias, radio, TV y direcciones de comunicación). Es autor de Con otra mirada (2003), Mujeres del mundo (2005), Prostitución: Vidas quebradas (2008), Dios, ahora (2010), Modas infames (2013), Ucrania frente a Putin (2015), Teatro a ciegas (2017), Cuarenta años de cultura en la España democrática 1977/2017 (2017), Del Rey abajo, cualquiera (2018), En primera fila (2020), Antología de soledades (2022), Putin contra Ucrania y Occidente (2022), Sanchismo, mentiras e ingeniería social (2022), y Territorios escénicos (2023)
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