Lo surrealista roza lo trágico
tantas veces en este país nuestro, derivando, finalmente, hacia lo ridículo. Que
una ciudadanía angustiada por la posible extensión de una enfermedad terrible,
que poco o nada nos preocupaba mientras fue estrictamente 'africana' y no había
desembarcado en Europa, encuentre tiempo y ganas para manifestarse tratando de
evitar que sacrifiquen a un perro, no me negará usted que resulta pintoresco,
para expresarlo en palabras suaves. Que la protagonista de portadas y
noticiarios sea más Excalibur, la simpática mascota sospechosa de ser
transmisora del virus del ébola, que su propia dueña, afectada por la
enfermedad, y que otros posibles contagiados, es algo que, convendrá usted
conmigo, merece figurar en los anales de la comunicación esotérica.
Me indigna, lo reconozco. No
porque no sea amante de los animales, que lo soy, y mucho. No porque piense que
formar parte de un llamado 'partido Animalista' es algo que, según cómo se
aplique, bordea lo absurdo, que lo pienso. Me indignan esas personas
llenas de bonhomía y de humanidad que son capaces de llorar porque hay que
sacrificar, en aras de la seguridad y la salud ciudadanas, a un perro, mientras
miran con indiferencia alinearse los cuerpos de unos cuantos inmigrantes
subsaharianos en una playa repleta, al tiempo, de turistas. Queda todo muy
'british': preocuparse por la salud del zorro más que por la de sus cazadores.
Angustiarse por el sufrimiento del toro de lidia en la plaza más que por la
cogida del diestro.
Por lo demás, y lo digo sin el
menor ánimo socarrón, únase mi lágrima a las de quienes, comenzando por su
dueño, el señor Limón -esposo de la heroica enfermera afectada-- , tantas han
vertido por ese perro, de nombre tan mítico como el de la espada del rey
Arturo. Un can que sin duda jamás pensó que iba a hacerse más famoso que
los misioneros que murieron por ayudar a su prójimo y a los que algunos
aquí, en este país que presume de ser tan humano, tan cristiano, incluso
trataron de regatear el pasaje de vuelta a España, para morir aquí, rodeados de
los suyos y de cuidados paliativos.
Lo siento, ya digo. A veces no
puedo reprimir que una oleada de vergüenza colectiva se me suba al rostro.
Ahora, mecachis, ha vuelto a ocurrirme.
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