Empieza una semana en la que
el Estado, ya que no el Gobierno, aunque esté impulsada por el Gobierno, tiene
que lanzarse a una ofensiva que detenga, al menos legalmente, el ímpetu
secesionista que
Artur Mas pretende conferir a las próximas cinco semanas que
nos separan del 'día D', o sea, del 9-N. Ya se sabe lo que podemos
esperar del dictamen del Consejo de Estado y de la resolución del Tribunal
Constitucional, cuando lleguen: el referéndum formalmente convocado por Artur
Mas el sábado pasado es ilegal y, si continúa adelante con sus pretensiones de
celebrarlo (como sugirió Mas ante su televisión), que se atenga a las
consecuencias. El Estado, pues, ataca con sus leyes y con sus fórmulas coercitivas
precisamente para defenderse a sí mismo, al Estado español, a la nación.
Decimos que esta ofensiva es
cosa del Estado, y no del Gobierno, porque detrás estamos todos los que
pretendemos acatar la legalidad, aunque pensemos que una parte de esta
legalidad ya debería haberse cambiado hace tiempo por los métodos previstos.
Ahora, aquí tenemos el resultado de tantos años de incuria, de temores, de
perezas, de cinismos y de afirmaciones de que 'no se deberá abrir el
melón' de la Constitución: esa Constitución ya no les sirve a quienes pretenden
abiertamente conculcarla. Pero ahí están
Pedro Sánchez y Rosa Díez y Albert Rivera
y, suponemos,
Cayo Lara y Pablo Iglesias, apoyando (o quizá no, en alguno de
los dos últimos casos citados, donde los silencios al respecto son clamorosos) la
integridad del territorio, aunque critiquen las formas con las que el Gobierno
de
Mariano Rajoy quiere presentar la batalla del Estado contra la actual
representación de la Generalitat de Catalunya. Eso es lo peor, las formas, que,
en política son tan importantes, al menos, como el fondo.
En esa ofensiva del Estado
estamos, además, todos los que pretendemos que este país, España, siga por los
derroteros por los que ha discurrido en los últimos casi cuarenta años, que no
han sido, todo contemplado, precisamente los peores de nuestra Historia. Pero hay
que ganarse palmo a palmo un futuro en el que el bienestar continúe y la paz se
mantenga, pero se corrijan algunos de los principales defectos que arrastramos
desde hace cuatro décadas: una democracia insuficiente, una clase política a la
que algún recién llegado a esto puede, con éxito de público y crítica, llamar 'casta',
unas desigualdades sociales que alcanzan cotas preocupantes para la
tranquilidad social, unos sindicatos pastueños. Y unos nacionalismos insatisfechos
con las parcelas de poder que ostentan (¿o detentan?): quieren más, lo quieren
todo, quizá buscando inconscientemente perderlo todo.
Se requiere una mano maestra,
como lo fue de la
Suárez en 1976, o la de
Aznar en su primera etapa, veinte
años después, para acallar descontentos, apagar fuegos, buscar consensos. Lo decimos,
claro está, porque este lunes se celebra un consejo de ministros extraordinario
para afrontar el desafío de Mas y los suyos, que pueden ser cientos de miles de
catalanes, pero no, desde luego, todos los catalanes. Mas quiere un referéndum
en el que se vote desde los dieciséis años, del que estén ausentes los
catalanes que residen en otros puntos del territorio nacional (en cambio, sí podrían
votar los que residen en el extranjero) y contando con la aquiescencia sin
matices de algunos medios a los que, por unas vías u otras, controla. Un
referéndum para el que algunos ayuntamientos no prestarán su censo, ni las
leyes de la nación su aquiescencia. Nada que ver con los planteamientos
independentistas en Escocia, allí mucho más leales con el Estado del que se
trataba de separarse: desde el Palau de Sant Jaume se está planteando la
rebelión, y ya hemos leído más de un comentario recordando lo que ocurrió en
1934, comparación que, solamente evocada en plan historicista, pone los pelos
de punta. Aquí y ahora, nada puede ser ni siquiera remotamente parecido, aunque
a algunos 'duros' les guste el aroma de la tragedia.
Así que esta semana que
comienza no puede ser más la de los silencios, la de las medias verdades, la
del exhibicionismo de la curiosa estética y la variable ética de la Esquerra
Republicana de Catalunya. Debería Artur Mas meditar en la conjunción de los astros,
que ha colocado juntos estos días el resultado del referéndum escocés, la
bochornosa declaración de
Jordi Pujol ante el Parlament y la algarabía de la
firma del decreto de convocatoria del referéndum, o consulta, o encuesta, llámese
la cosa como se quiera llamar.
Al president de la
Generalitat todas le vienen mal dadas. Pero es de sospechar que también debería
Mariano Rajoy mirar las entrañas de la oca, porque a él, que conduce el tren en
el que viajamos todos nosotros y que va en busca frontal del otro tren, tampoco
le favorecen los astros. Y es que, para que te favorezcan, algo de 'ora
et labora' hay que poner. Quisiéramos escuchar a Rajoy --¿por qué no ya
este mismo lunes, tras el Consejo de Ministros?--, un ahorrador nato de palabras,
explicar sus planes, sus bocetos de país, forjar un discurso que vaya más allá
de que cumplirá la legalidad. El presidente del Gobierno central tiene que
salir ya a la palestra ante el reto formidable que nos plantea un dirigente
autonómico iluminado -no hay sino que analizar las fotografías de este
sábado en la plaza de Sant Jaume-respaldado, o apresado por, un tipo -y
también a las fotografías, corbata roja sobre camisa negra, nos referimos-que
ni siquiera era capaz de contribuir a la pretendida solemnidad del acto de
suprema rebelión que frente al Palau de la Generalitat se trataba de
escenificar. Mas ya ha disparado, desde lejos, el balón y parece que se ha ido bastante
fuera de la portería. La pelota ahora está en el tejado de Rajoy, que tiene que
convencerse de que el Estado, en estos momentos, debe ser más
Iniesta que
Casillas, actuar más como delantero centro que como portero.
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