La Historia, en efecto, hay
que estudiarla, casi diseccionarla, para que los humanos, que somos esa raza
animal que tropieza tropecientas veces en la misma piedra, tratemos de sortear
los errores que cometieron nuestros mayores. He dedicado unos días a repasar
los acontecimientos de la última década en Cataluña y, vistos con
perspectiva cuando ha transcurrido este tiempo, hay que concluir que resulta
difícil cometer mayor número de equivocaciones, tropelías, dislates, estupideces,
mentiras y maldades que las que se han practicado en estos años desde que, allá
por 2003, se comenzó a tramitar un nuevo Estatut. Hablo, naturalmente, de las
gentes que entonces, y ahora, habitaron la Generalitat y de las que entonces, y
luego, poblaron La Moncloa.
Sorteo la tentación de hacer
una enumeración detallada de todas las barbaridades puestas en marcha durante
la segunda Legislatura de
Aznar, durante las dos de
Zapatero y en los dos
primeros años y medio de mandato de
Rajoy, que han sido, acaso, estos últimos,
los más cautos de la década: tal vez excesivamente cautos, a mi entender, y lo
digo sin conocer bien la evidente trastienda que existe -espero que exista- en
lo referente a cuanto tenga que ver con las relaciones entre Cataluña y el
resto de España. Desaciertos monclovitas, o 'madrileños', como gusta decir en
la Plaza de Sant Jaume, que han ido paralelos a los de los sucesivos
presidentes de la Generalitat: de lo de Pujol mejor ya ni hablamos, porque nos
obligaría a hacer una profunda revisión de muchas cosas que se ocultaron desde
los gobiernos centrales relacionadas con una bien conocida corrupción del
entonces
Molt Honorable President. Pero sí podríamos extendernos en las
'maragalladas' que le sucedieron, empezando por aquella 'alianza contra natura'
con Esquerra Republicana que impidió que Convergencia i Unió, la más votada en
las elecciones, gobernase. O podríamos hablar del tripartito malhadado de José
Montilla, un president que concitó en su mandato todas las formas posibles de equivocarse.
Y, así, llegaríamos, por fin, a
Artur Mas, cuya evolución desde unas posiciones
sensatas, que cualquier periodista que hubiese hablado con él pudo comprobar,
hasta su realidad actual, supone un giro de muchos y desafortunados grados.
No se puede culpar, pues,
exclusivamente a Mas, hoy prisionero de Esquerra, como lo estuvieron, a su
manera, los socialistas
Maragall y
Montilla, de la deriva en la que ahora nos
hallamos. Ni sería justo insistir en el 'inmovilismo' de Rajoy para explicar el
desentendimiento entre ambas partes, un desentendimiento que, como se sabe, y
acudo nuevamente a la Historia, empieza mucho antes de que Maragall, en
connivencia con Zapatero, pusiera en marcha sus recetas nocivas para la salud
de España en general y de Cataluña muy en particular.
Las marchas reivindicativas
de la Diada son, a mi entender, una consecuencia de tantas meteduras de pata,
puede que algo también de muchas meteduras de mano y de una interpretación
perversa de siglos de Historia. Muchas veces he dicho que tirarse la Historia a
la cabeza, o acudir a ella para justificar pasos vacilantes o avances hacia el
abismo en el presente, es algo, simplemente, absurdo. Lo mismo que actuar al
calor de una manifestación masiva bajo el engañoso eslogan de que cientos de
miles de personas en la calle significan un apoyo absoluto a unas tesis.
Pero también es cierto que,
para hacer diagnósticos, es necesario analizar no solo el presente, sino
también algunos aspectos controvertidos del pasado. Y ese pasado, el inmediato
y el remoto, está, salvo momentos brillantes -la entente
Suárez-Tarradellas,
los primeros años de mandato de Aznar--, plagado de puntos negros. Entiendo que
esto es lo primero que hay que superar en el inevitable contacto que ahora,
tras la celebración de la Diada, se abre entre el Gobierno central, aliado con
otras fuerzas políticas, y la Generalitat de Catalunya, creo que rehén de otras
fuerzas políticas, más que asociado con ellas en el trayecto hacia la
catástrofe.
Ya solo cabe confiar en que
ambas partes, y sus respectivos aliados, comprendan que en estos meses se ha
hecho muy poco para evitar un choque frontal de trenes, y que la dialéctica no
puede seguir siendo el 'celebraremos el referéndum sí o sí', por un lado,
frente al 'no habrá referéndum porque es ilegal', por otro. Eso, de seguir así,
nos puede llevar a un 9 de noviembre trágico, en Cataluña y acaso en otros
muchos puntos de España. Y ¿quién diablos quiere la tragedia, sino los que se
sienten felizmente instalados en el 'cuanto peor, mejor', que tantas desgracias
ha ocasionado?
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El blog de Fernando Jáuregui: 'Cenáculos y mentideros'>>