Entiendo que un político, un alto cargo institucional o
empresarial deben cuestionarse su permanencia en el puesto no cuando se
demuestra su culpabilidad ante un
proceso judicial, sino en el momento en el que resulta evidente
que esta permanencia en el cargo resulta un escándalo para la sociedad. O un engorro para los propios y los ajenos.
Dimitir es verbo que se conjuga difícilmente en el léxico patrio. Desde
ese punto de vista, aplaudo la decisión del eurodiputado
Willy Meyer, a quien
nadie podría, sino su propia conciencia -y sin duda sus diferencias
dentro de Izquierda Unida--, haber exigido la dimisión presentada. Como aplaudo
el paso, muy tardío, dado por
Magdalena Álvarez al renunciar a la
vicepresidencia del Banco Europeo de Inversiones, por mucho que este
'salto adelante' tiene muchos matices, claros y oscuros, más allá
de que sea yo incapaz de dilucidar si la ex ministra es inocente o culpable de
los cargos que se le imputan, tal está siendo la confusión que se deriva de la
instrucción de la juez
Alaya. Y como,
desde luego, aplaudo, por su afán de clarificar de manera definitiva el
panorama, el súbito anuncio de
Alfredo Pérez Rubalcaba en el sentido de que,
además de la secretaría general del PSOE, abandona su escaño parlamentario.
Todo un ejemplo, sí señor, de saber marcharse ligero de equipaje.
Por eso mismo, porque
empiezan a proliferar los (buenos) ejemplos en contrario, no
puedo sino exigir que la aún infanta Cristina renuncie públicamente a sus
derechos dinásticos, como pido que el Rey les prive, a ella y, claro, a su
marido, de los títulos honoríficos concedidos por la Corona; tanto da que la Audiencia Provincial,
tras el, a mi juicio, pésimo auto del juez Castro, levante la imputación de la
hermana del monarca, porque ya digo que la ciudadana Cristina de Borbón ha
mantenido una conducta cuando menos polémica y, en verdad, escandalosa. Quizá
no merezca la cárcel; yo no deseo verla en prisión. Pero, desde luego, no
merece ser representante de la aristocracia (gobierno de los mejores) española.
Y, por ello mismo, me duele que mi muy respetado Cándido
Méndez, que lleva veinte años como secretario general de UGT, prefiera culpar a
la Guardia Civil,
que actuó en los casos de presunto desvío del dinero que la UGT andaluza recibía para formación,
que realizar una investigación a fondo sobre qué es lo que está pasando en el
histórico sindicato, que debería ser un ejemplo y que me temo que, por diversos
motivos, acumula desprestigio y desinterés entre los ciudadanos. Culpar de los
escándalos que se producen en casa a la Guardia Civil, o al juez de
turno, o a la Unidad
de Delitos Fiscales de la
Policía, o al largo brazo del Gobierno, o a la conspiración
universal, puede, en algunos casos, tener una parte de razón. Pero nunca toda
la razón.
Y en España faltan, desde luego, la seguridad jurídica que
da el saber que la justicia es igual para todos y que todos los órganos y
personas citados se comportan de manera razonablemente correcta, sin dejarse
influenciar ni por las presiones ambientales ni por las pasiones propias; pero
también falta un mínimo sentido de la autocrítica en el cuerpo social de este
país nuestro y muy especialmente en eso que últimamente ha dado en llamarse,
con razón o sin ella, la 'casta dirigente'. ¿Cómo no van a sentirse
'casta' cuando en España existen diez mil aforados --y conste que
pienso que el rey que abdicó debe, necesariamente, ser uno de ellos--, que
reciben un trato claramente desigual por parte de la Justicia del que
podríamos tener usted o yo?
Que un juez te impute puede, o no, ser causa de la dimisión
de un político, de un banquero, de la hija y hermana de un rey; supongo que
depende qué estemos, en cada caso, entendiendo por esa figura tan fluida que es
la imputación. Se han cometido demasiadas injusticias al apartar de la vida
pública a personas imputadas que luego resultaron del todo inocentes. Se han
cometido demasiados errores,
dilaciones y dislates judiciales -que esa es otra que
tenemos que hacernos mirar--.
Pero hay que mirarse al espejo: la española no es una sociedad
del todo libre de culpa y es más dada a ejercer la crítica con sus
representantes que consigo misma. Quizá todo se deba, en buena parte, a lo que
digo: lo verdaderamente escandaloso es lo poco dados a dimitir, a abandonar la
poltrona, que son algunos. Por eso
aplaudo hoy a Pérez Rubalcaba, a Willy Meyer y, fíjese, hasta a Magdalena Álvarez.
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