Supongo que, pese a las normas
que, sin duda con buen sentido, trata de imponer el presidente de la Cámara,
Jesús Posada, el debate Monarquía-República resultará inevitable en las
intervenciones de los representantes de Izquierda Unida/Plural y en algunos del
Grupo Mixto cuando, este miércoles, se produzca la votación de la ley que
oficializa la abdicación del
Rey Juan Carlos y, por tanto, el ascenso al trono
de
Felipe VI. Como, imagino, tampoco se podrán evitar las alusiones de los
representantes nacionalistas vascos y catalanes -por mucho que estos tengan
encendida la mecha en su propio barril de pólvora-sobre el derecho a la
autodeterminación territorial.
Este miércoles comienza, desde
donde debe comenzar, el Parlamento, la corta marcha hacia la normalidad
sucesoria en un país en el que la normalidad no es tanta cuando se miran
atentamente los motores; pero, claro está, no hay que asustarse del contenido
de los debates parlamentarios, que para eso está el Parlamento: para hablar sin
restricciones, debatir y votar en un sistema en el que deciden las mayorías. A
mí, más que lo que pueda decirse desde el atril, me preocupa lo que deje de
tratarse en una sesión histórica, la de este miércoles, que precede a otra aún
con mayor carga de efemérides, la del próximo día 19, en la que se producirá la
jura del nuevo Rey a la ya vieja Constitución. En la que la palabra 'Europa',
por cierto, ni figura.
Estamos todos mucho más
pendientes, lógicamente, del discurso que la semana próxima pueda pronunciar el
desde entonces ya Rey Felipe VI que de cuanto puedan decir y decirse las
fuerzas políticas este 11 de junio. Lo que no resta importancia a lo que puedan
decir y decirse, tanto dentro como fuera del Parlamento, estas fuerzas
políticas, algunas en franca reconstrucción, otras en evidente deconstrucción.
Lo curioso es que toda esta
recomposición, y quién sabe si, indirectamente, también el apresuramiento en la
abdicación del Rey, se produce a raíz de unas elecciones, las del 25 de mayo,
que eran europeas y que, sin embargo, están teniendo, en España al menos, unas
enormes consecuencias nacionales: la dimisión del líder de la oposición,
Pérez
Rubalcaba; el estremecimiento en la coalición que aún gobierna en Cataluña; un
profundo debate en la izquierda -que vaya usted a saber por dónde acaba
saliendo, tanto en el PSOE, donde ahora parece que no se va a contar con Susana
Díaz como secretaria general, como en Izquierda Unida y 'Podemos'-y, ya digo,
quién sabe si, como consecuencia de la dimisión de Rubalcaba, una aceleración
de los planes de Don Juan Carlos por abandonar la primera fila. Y, en medio de
este nacional-oleaje, ni una sola alusión a lo que está pasando en Europa, que
podría ser, a mi juicio, mucho más grave que lo que está ocurriendo en una
España en la que, al menos a corto plazo, ya se conoce (más o menos) cómo
termina la película.
Sí, porque en Europa se fragua
lo que puede ser una inmensa estafa a lo que han votado los ciudadanos, que
creían que, de este voto, saldría la elección directa, a través del Parlamento,
como jefe del 'eurogobierno' de uno de los que fueron presentados como
candidatos por las distintas opciones políticas, básicamente el democristiano
Juncker o el socialdemócrata
Schulz. Ganó la opción Juncker y, ahora, el
'frente del Norte', representado por Suecia, Holanda y, sobre todo, Gran
Bretaña, se niega a que el luxemburgués -que, por otra parte, tampoco es que
sea un estadista fuera de serie-ocupe el lugar que le corresponde. El
británico
Cameron ha incluso amenazado con la salida del Reino Unido de la UE
si Juncker llega a presidir la Comisión; alega que el candidato es...¡demasiado
europeísta! Y lo peor es que la todopoderosa canciller alemana,
Angela Merkel,
se desdice ahora tibiamente de su anterior apoyo a Juncker -a
Mariano Rajoy
incluso le llegó a exigir este vasallaje-y parece empezar a pensar en
'soluciones alternativas' distintas a ese paso adelante en la eurodemocracia
que era -es, debería ser; así nos lo vendieron-que sea el Parlamento surgido
del voto popular, y no el dedo poderoso de los gobiernos con más peso en la UE,
quien elija a su máximo representante en el Ejecutivo, es decir, en la
Comisión.
Ya sé que esto no importa en
comparación con los disturbios en Brasil en vísperas del comienzo del Mundial
de Fútbol. Incluso es posible que importe menos que la forzosa salida de otro
alcalde acusado de corrupción, ahora el de Santiago, O que la presencia o no de
Artur Mas en el estrado de invitados en las Cortes el día 19. O que si el
Príncipe acudirá o no vestido ya de capitán general a la ceremonia del
juramento. Pero, a mí, estos intentos de 'golpe de mano' en la UE, siempre a
cargo de, entre otros, una pérfida Albion que se estremece ante sus problemas internos
-ahí están la UKIP y el referéndum escocés, por ejemplo--, me llevan a
preguntarme qué diablos voté yo el pasado 25 de mayo. Desde luego, no la
dicotomía Monarquía-República, ni si
Duran i Lleida debe o no dejar la
presidencia de la comisión de Exteriores y perder su pasaporte diplomático.
Menos aún voté para que se impongan en la Unión, de una manera antidemocrática,
el 'espléndido aislamiento' de Gran Bretaña y el 'puño de hierro' de la
canciller. Yo voté por una Europa mejor, que servirá para que España sea mejor.
Ah, pero eso ni se va a contemplar en el debate de este miércoles en el seno
del poder legislativo. NI en el nuestro, ni en el de ningún otro país. Parece
que, simplemente, no conviene para que sigan mandando igual que antes los que siempre
mandaron tanto. ¿De qué reforma europea me hablaba usted?
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