miércoles 28 de mayo de 2014, 07:58h
Llegó la noche más triste del 25 de mayo y le dejaron
nuevamente más solo que la una. En 1987 'el cojo Manteca' reventaba a golpes de
muleta el mobiliario urbano madrileño que se encontraba a su paso.
Vagabundeando por España desde su Mondragón natal, acababa de recalar en
Madrid. Por pura casualidad se camufló en una manifestación de estudiantes
airados que protestaba contra las reformas de José María Maravall, el primer Ministro
socialista de Educación en la democracia recuperada. Las cámaras de seguridad
del Banco de España retrataron la furia de aquel chaval impedido, punk,
marginado y marginal, que se hizo famoso sin proponérselo. Con aquel mar de
fondo, se embarcó Alfredo Pérez Rubalcaba en su larga travesía de servicios a
la Patria. Le conocí en el viejo Caserón del Ministerio, recién nombrado Secretario
de Estado. Fuimos presentados por un amigo común, periodista también, que colaboraba
con él. Rubalcaba me causó una impresión excelente: se sabía de memoria el
temario educativo y defendía sus ideas explicándolas divinamente. Afable,
inquieto, irónico, dotado de un sentido del humor un tanto pícaro, hablamos largamente
de política y de la frustración que a ambos nos producía que la Quinta del
Buitre no hubiera ganado la Copa de Europa. Rubalcaba ya era un maestro de la
sutileza y la estrategia. Durante años había flotado en el alambique
endemoniado de la Federación Socialista Madrileña, que aún hoy sigue abrasando
a sus dirigentes. Rubalcaba conocía la fórmula adecuada para evitarlo, debido probablemente a su formación como
químico.
El segundo encuentro que me viene a la memoria, de los muchos
que he mantenido con él en mi vida profesional, se desarrolló en los pasillos
funcionales y luminosos del entramado gubernamental de la Moncloa. Una obra
suya que convirtió la alquería presidencial en un complejo de edificios y
oficinas, con su correspondiente búnker de seguridad incluido, pensado para
dotar al Presidente de todo lo necesario para gobernar un país moderno y
democrático. Caminábamos juntos hasta la sala donde la televisión en la que
entonces trabajaba, Telemadrid, se disponía a grabar la entrevista a Felipe González,
muy pocos días antes de que José María Aznar le ganara las elecciones. Mientras
enchufaban los focos, Rubalcaba analizó conmigo los sondeos previos y me
aseguró que si la campaña duraba una semana más, Aznar se quedaba en la oposición. Como sabía
que no era posible, me habló de la necesidad de abrir las puertas a las nuevas
generaciones socialistas y que él mismo pensaba en la retirada.
No lo hizo. Entró en la ejecutiva que relevó a Felipe
González y apoyó todo lo que pudo a Joaquín Almunia, aunque sabía perfectamente
que era un caballo perdedor. Y en eso que llegó el bambi Zapatero y Rubalcaba fue arrinconado como tantos otros. Refugiado
en Ferraz, hacía lo que mejor sabe hacer: coordinar, aconsejar, elaborar
proyectos y dibujar maniobras políticas. Cuando se acordaron de él, le encargaron
un trabajo fundamental: negociar con el Partido Popular la Ley de Partidos Políticos,
uno de los instrumentos más eficaces de los que se ha dotado el Estado para
derrotar a ETA. Muchos analistas le atribuyen también la estrategia que llevó a
Zapatero a la Moncloa. Fuera así o no, y yo creo que es cierto, Rubalcaba
volvió a tirar del carro: Portavoz en el Congreso, Ministro del Interior y
Vicepresidente, todo un carrerón para un político que pensaba en el retiro en
1996.
Vuelven a retumbar en el PSOE los tambores que anuncian el
cambio y a Rubalcaba le llegan ahora las facturas pendientes de todos aquellos
que se la tienen jurada. De nada le valdrán los muchos años de servicio a España y al
socialismo democrático, ni que haya tumbado al terrorismo de ETA, ni que
cargara sobre sus espaldas con el miedo y la desesperanza de sus compañeros
cuando la herencia de Zapatero les hizo perder estrepitosamente. Muchos
tratarán de eliminarle de la historia contemporánea de España, pero muchos más pensamos que Rubalcaba ha
sido el hombre clave en el devenir reciente del PSOE y
uno de los más representativos de todos sus dirigentes desde que el Partido
Socialista salió de las mazmorras del franquismo.
La ciudadanía ha comenzado a repartir finiquitos políticos
entre los últimos mohicanos que han sobrevivido a la Transición. Aquel
extraordinario invento que nos sacó de la dictadura parece agotado en algunos
de sus planteamientos funcionales y serán las nuevas generaciones las
encargadas de adaptar España a los nuevos tiempos.