viernes 23 de mayo de 2014, 07:59h
Los socios sureños de la Comunidad Europea deberían imitar a
Conchita Wurst y plantarse barbudos y reivindicativos en el futuro
Europarlamento. Como reclamaba la mujer barbuda en su victoriosa plegaria
eurovisiva, también nosotros necesitamos una Europa más integradora,
igualitaria y tolerante. Podría sucedernos entonces, aunque yo no sea muy
optimista en ese terreno, que los países nórdicos y centroeuropeos que votaron
entusiastas al transformista austriaco, que apoyaron implícitamente lo que él
quería representar, se animaran a solidarizarse con las naciones comunitarias
damnificadas por la crisis, sacándolas así de la marginalidad política y
económica donde están. Para alcanzar tan notables objetivos, no vale cualquier
barba. Desde que se tiene noticia gráfica de su biografía militante, Rajoy luce
una barbita recortada y timorata, encanecida hoy por el paso del tiempo, pero
tal complemento piloso nunca se interpretó en Europa como un símbolo de
trasgresión e inconformismo con lo impuesto.
Enfrentados a una crisis global, producto imprevisto de los
excesos especulativos del capitalismo improductivo, las economías más activas
combatieron el fenómeno con inversiones públicas y una estrategia monetaria
dinámica y expansiva, justamente lo contrario de lo que se hizo en nuestra
conservadora y acobardada Europa. Mientras los más valientes se recuperaban del
colapso creciendo económicamente y creando empleo, aquí nos despeñábamos por el
barranco de la austeridad y la recesión. Comprobado está que existen otras
alternativas viables a la cirugía carnicera de la derecha liberal europea,
basta con estudiarse las fórmulas empleadas por el Presidente Obama en los
Estados Unidos y aplicarlas en Europa.
Las autoridades de la Reserva Federal norteamericana,
impulsora de soluciones más eficaces y operativas que las medidas que aquí se
han adoptado, acaban de calificar como innecesarios e injustos los sacrificios
impuestos por la troica comunitaria a la ciudadanía europea, una acusación
gravísima que nuestros gobernantes han encajado sin ruborizarse lo más mínimo.
Callados permanecen también los ejecutores
serviles de una política tan insufrible y desatinada. Aquel sistema
social del bienestar colectivo, levantado sobre las cenizas de una Europa
devastada por la Segunda Guerra Mundial, redistributivo y solidario, culto y
pacífico, abierto e integrador, sobrevive a duras penas. Los hay que pretenden
mantenerlo como algo propio a costa de quitárselo a los recién llegados, pero
los hay también que lo eliminarían como seña de identidad de la Comunidad
Europea.
Puesto nuestro futuro en el atolladero donde algunos
visionarios equivocados lo han amarrado,
bueno sería que una mayoría ideológica distinta gobernara en Bruselas los
próximos años. Ya sabemos en España y en
otros países tutelados por la CEE de lo que es capaz la gobernanza saliente, intuimos
que podríamos salir del agujero impulsándonos sobre resortes más progresistas y
no debemos apostar por una Europa
deforme que crezca y se desarrolle aupándose sobre las espaldas raquíticas de sus miembros
más debilitados. Tampoco debemos consentir una Europa donde renazcan los
nacionalismos suicidas que siempre nos llevaron al desastre, resucitados
irresponsablemente por una panda de politicastros xenófobos y extremistas. Muchos ciudadanos europeos, la mayoría de ellos en el sur de la Comunidad,
se han
quedado desasistidos en las carreteras del progreso, abandonados por los
que más tienen. Reclamemos todos, como la mujer barbuda, un cambio profundo que
nos devuelva la Europa que conocimos.