martes 29 de abril de 2014, 12:34h
En otra etapa de mi vida profesional, no hace demasiado
tiempo, iba y venía de Toledo con frecuencia. Como pertenezco a esa rarísima
especie de españoles sin carné de conducir, utilizaba la línea de autobuses que
enlaza la ciudad imperial con Madrid. En muchas ocasiones, de regreso a casa,
coincidía con una pareja de dominicanos envueltos en la misma peripecia que yo.
Establecí cierta relación con ellos y así supe que se dedicaban a soldar estructuras
en alguno de los muchos edificios que por entonces se construían allí. Subidos al
andamiaje, soplete en mano, soportaban temperaturas extremas y se afanaban en
larguísimas jornadas laborales. Estaban acostumbrados al calor caribeño y nadie
quería un trabajo tan arriesgado y penoso como el suyo.
A cambio de tanto esfuerzo recibían un jornal satisfactorio,
más que suficiente para vivir bien en aquellos tiempos de bonanza y mandar lo
sobrante a su tierra. Simpáticos y parlanchines, más que contentos con su buena
estrella, amenizaban el viaje a todos los pasajeros que nos sentábamos cerca de
ellos. En el caso de que no secundáramos su jolgorio, se dormían plácidamente.
Entre broma y broma, expresándose con
ese acento dulce y cantarín que tiene los mulatos antillanos, se relamían
intuyendo ya las cervezas frías que esperaban en su bar favorito y la copiosa
cena con la que terminarían el día. Después le darían una vuelta a la mujer,
saludable ejercicio que para ellos
significaba algo muy distinto de lo que yo suponía. Tal 'vuelta', en
realidad, no era otra cosa que larguísimas veladas de trajín amoroso en el
lecho conyugal. Desconozco qué fue de tan trabajados currantes, pero bien
pudieran en contarse entre los quinientos mil emigrantes sin trabajo que han
vuelto a su patria.
Vinieron buscando su particular El Dorado en aquella España
nuestra de las maravillas. Muchos de ellos se convirtieron al milagro aparente
del estado en obras y pretendieron con nosotros jugar la Liga de Campeones del
desarrollismo mundial. Había trabajo para todos los que llegaron y para muchos
más. Con sus manos levantaron las autovías y los trayectos de alta velocidad
que saltaban sobre las montañas apoyados en puentes inverosímiles, aeropuertos
y universidades por doquier, ciudades de las artes y de las ciencias, museos
espectaculares que luego exhibirían cuatro mandangas dentro y todo lo que se le
ocurría al politicastro de turno. Fueron testigos laboriosos de un fenómeno
social que transformaría a muchos españoles en empresarios, sin experiencia
alguna ni activos suficientes para embarcarse en tales aventuras. Cientos de
miles de chavales, tentados por el dinero fácil y la diversidad de
oportunidades, dejaron los estudios y se apuntaron al mismo baile maldito de la
burbuja inmobiliaria.
No quedó costa alguna sin urbanizaciones de adosados, ni
villa sin terrenos urbanizables, ni capital sin renovarse, ajardinarse,
expandirse y peatonalizarse. Todo era posible: piso nuevo, muebles de diseño, apartamento en la playa, coche para el niño y
la niña, televisión panorámica y vacaciones en Tailandia. Los bancos repartían
el crédito barato y abundante sin pedir explicaciones y toda la maquinaria
económica funcionaba a pleno rendimiento. Así se formó, por culpa de ellos, ese
colectivo de personas que no valen para nada, según el análisis neofascista de
la impresentable Mónica Oriol. Miles de emigrantes cruzaban cada día nuestras fronteras, reclamando su
parte de tanta abundancia. Ahora regresan cargados con sus maletas de
frustración y sueños rotos.
Yo lo siento, lo siento mucho, lamento que se marchen y nos
abandonen con tanta precipitación, tan cumplidores y serviciales como eran, tan
adaptados como estaban a lo nuestro y nosotros a lo suyo. Han cuidado de
nuestros mayores, han atendido con cariño a nuestros hijos, nos han limpiado la
casa y la calle donde vivimos, han recogido nuestras basuras, han desatrancado
nuestras cañerías y pintado nuestras paredes, han cargado con nuestros
bártulos, se han remangado en nuestros
campos y han edificado media España. Todo lo que nosotros no queríamos hacer, lo
hacían ellos. Siendo mucho lo que han hecho por cuatro perras, el trabajo
realizado no es lo más importante: han enriquecido también nuestra cultura con
las suyas, se han mezclado con nosotros sin complejo alguno, han llenado de
críos las escaleras estériles y avejentadas de nuestras fincas y han cotizado
lo que les correspondía para mantener nuestro estado de bienestar y las
pensiones del futuro. La España que les recibió con reparos, ahora los expulsa.
Nadie les podrá pagar nunca todo lo que les debemos.