Eso de ser famoso, no es lo que se dice una de mis prioridades. Nunca lo ha sido. Además, la
vida no me ha puesto
nunca en la
línea de salida hacia la fama. A muchas otras personas,
posiblemente tampoco, pero la han conseguido, incluso, muy a su
pesar. Estoy pensando ahora en
Cécile Kyenge,
exministra italiana en el anterior gobierno
Letta, la primera
mujer de raza negra que llegó a ser ministra de Italia y que,
únicamente por su color de piel, se vio
catapultada a la primera línea de la política del vecino país, pero al duro precio de tener que soportar
insultos, vejaciones y descalificaciones personales, no por lo inapropiado de las políticas que impulsaba
desde su ministerio (el de Integración), sino únicamente por ser negra.
Por si no está al tanto, la señora
Kyenge tiene ahora 50 años, dos hijas y ya no forma parte del
equipo del actual presidente del gobierno italiano, Mateo Renzi a quien, sin duda, habrá agradecido en lo más profundo de su alma que se haya
olvidado de ella. Es oftalmóloga
de profesión y, además, congoleña de
origen, pero nacionalizada italiana, país donde
reside desde que a los 18 años
emigró para poder estudiar Medicina.
En todo su mandato al frente del
ministerio, tuvo enfrente a los responsables de la xenófoba
Liga Norte, con la inacción
de políticos de las
otras formaciones y la callada
aprobación de buena parte de los ciudadanos italianos, que tampoco mostraron su firme desaprobación a gestos varios, e igualmente deplorables, que tuvo que
soportar la entonces ministra como que le lanzasen plátanos, que le llamaran orangután o aguantar
todo un plan de acoso sistemático. Y todo eso, por el grave, turbador, insoportable y
revolucionario hecho
de ser mujer, negra
y extranjera.
En una entrevista que
publicaba el pasado 16 de enero
el diario español "El País", Cécile Kyenge proclamaba con
claridad como ha sido posible que pudiera aguantar tanto: " Desde pequeña no me he distraído nunca del objetivo.
Quería convertirme en médico e hice todo lo que tenía que hacer, incluyendo
marcharme del país donde nací (la República Democrática del Congo), hasta que
lo logré. En todas las decisiones que he tomado en la vida, por difíciles que
fueran, tenía presente un objetivo, poniendo en el centro el respeto a los
demás".
Ejemplo
heroico
El ejemplo de fortaleza de Cécile
es difícil de entender si uno lo observa desde fuera y no hace el
esfuerzo de ponerse en su piel. Probablemente esta mujer
no dejó de tener en cuenta nunca, a lo largo de todo su mandato -seguro
que sin darse cuenta plena de ello-, que se
había convertido en un símbolo, primero
para las mujeres negras, y luego para las mujeres en general, de todo el mundo.
Los
seres humanos que se crecen en la adversidad, aunque hayan tenido que atravesar también duras rachas
de bajón
anímico, son aún más ejemplares. Y esta mujer, desde luego, merece
pasar a los anales de la historia como una luchadora firme, sensible, pero fuerte,
con verdaderas convicciones
democráticas y con
el valor añadido de no haber
soltado -al menos, públicamente-
un solo exabrupto contra la ingente cantidad
de hijos de puta que le han estado
poniendo piedras en su camino, desde
el mismo momento en que juró su cargo.
Cécile merece, primero,
la comprensión, y luego la admiración de todos los demócratas del mundo,
empezando por su hermano
de piel del otro lado del Atlántico, el presidente Barack
Obama, que lo ha tenido y lo tiene infinitamente mejor
que ella. Su lección es aplicable
para todos los que quieran seguir avanzando.
Necesitamos héroes, héroes que nos abran los ojos para ver la
realidad. Cécile Kyenge,
muy a su pesar -repetimos-, es una de esas heroínas que nos han dejado bien
clara la necesidad de hacer caso omiso de los fuegos artificiales que, maliciosamente, siempre
nos lanzan para distraernos del camino, de nuestro verdadero objetivo. Perseguirlo contra viento y marea es,
no solo una obligación, sino un reto
tan irrenunciable como permanente
para todos.