Llanto por el líder al que no supimos reconocer
viernes 21 de marzo de 2014, 12:50h
La verdad es que casi ninguno
teníamos muy claro que era eso. Nos faltaba la experiencia mínima para saber
que era realmente un presidente del
Gobierno, un partido político, qué perseguían de verdad los que se ponían al
frente. No teníamos ni idea aunque lo discutiéramos acaloradamente en las
asambleas de la "facul", por mucho que los compañeros de Políticas lo hubieran
estudiado, aunque quienes más sabían de
eso se habían arriesgado a contárnoslo en algún que otro "contubernio". No
bastaba para comprenderlo que lo
leyéramos con avidez la prensa
extranjera siguiendo a los vecinos franceses, los portugueses y bueno a los
europeos, los habitantes de una Europa que más que detrás de los Pirineos parecía
estar al otro lado de un ancho e imaginario océano de separación. Porque lo de
aquí, con Arias Navarro y su neofranquismo lacrimoso y fascista en la
presidencia del Gobierno, nada tenía que ver y nos invadía la desolación por
mucho que llegaran noticias por todas partes de que el joven Rey quería
democracia de verdad y que solo estábamos en el principio del principio del
camino. Y ahí surgió Adolfo Suárez al que de entrada pocos o casi ninguno
creímos capaz de hacer cosa distinta del rancio y franquista primer presidente
del Gobierno que nos puso Juan Carlos. Parecía el chico perfecto para amañar la
gran chapuza, el elegido entre los cachorros del anterior régimen para que
siguiera las consigna lapidaria de "El Gatopardo" de Lampedusa, hacer "que algo
cambie para que todo siga igual" en beneficio de los de siempre: las familias
que crecieron y se enriquecieron con el dictador. Y muchos aplaudimos aquel
terrible titular, "!Qué error, que inmenso error!" del artículo con que Ricardo
de la Cierva valoró su nombramiento como presidente del Gobierno en "El País".
Observando tantas décadas después la trayectoria de uno y otro solo cabe
concluir lamentando la futilidad de tanto análisis y sesudo comentario político
de urgencia que tantas veces hemos firmado y jaleado a lo largo de nuestra
carrera.
Era un chico espabilado,
simpático y seductor, al que su corte de pelo a navaja y sus trajes entallados,
como si fuera un joven dependiente de el Corte Inglés, daban aire de cierta
modernidad a la desorientada clase media española. Era un tipo de orden que
destacaba en una España en la que muchos
jóvenes éramos antisistema, vestíamos de pana, barbados
y malpeinábamos greñas o pelos largos. El de Cebreros, el chuletón de
Ávila le llamaban, se hacía
inevitablemente cercano con aquellos cálidos apretones de manos con la mano derecha
que siempre iban acompañados con su otra mano izquierda recogiéndote
afectuosamente el codo. Los más escépticos estábamos dispuestos a aceptar como
mucho que asistíamos a un nuevo populismo del viejo régimen con rostro amable.
No parecía tener para nada las
condiciones del líder que luego fue, el primer líder que tuvo la sociedad
democrática española, el primero e imprescindible para abrir la puerta cerrada
con siete llaves de la transición. En muy pocos años en lo que todos, y, él
primero, vivimos tan peligrosamente, debimos admitir que quien solo parecía un
arribista, un trepa hambriento de poder, se había transformado o era realmente un audaz, arriesgado y brillante líder lleno
de arrojo e imaginación para abrir el camino entre la carcundia casposa y la
dictadura huérfana hasta llegar a la
tierra prometida en la que, por fin, fuera "oficial lo que a nivel de calle es
normal". No es difícil encontrarnos a los sesentones de ahora, los que vivimos
el periodismo del día a día de aquellos años mágicos de nuestra historia,
comentando que con los políticos de hoy malamente se podría haber logrado hacer
la transición y construir la que ya es con mucho la Constitución democrática
más larga de nuestra historia. Y solemos citar con admiración la consistencia intelectual
e ideológica de Santiago Carrillo, Felipe González, Miquel Roca Junyent, Miguel
Herrero de Miñón, Fernando Abril Martorell, Gregorio Peces Barba, Xavier Arzallus...
A todos ellos les atribuimos siempre altura de miras, generosidad, poder suficiente
para dirigir y movilizar a los suyos, capacidad de diálogo. Y solemos dejar
atrás, como en un segundo plano a Adolfo Suárez en quien casi nunca o nunca
reconocimos ninguna de estas virtudes, como si fuera un advenedizo. Justo lo mismo que hicieron con desdén muchos
de sus compañeros de partido y la mayoría de los ministros que le debían el
cargo. ¡Que error, que inmenso error! Difícilmente hubiera llegado ninguno de ellos
a ser lo que fueron si Adolfo Suárez no hubiera maniobrado en la tenebrosa sala
de máquinas de la dictadura, soportando y jugándose el tipo ante las
arremetidas de los llamados poderes fácticos y abriendo los caminos para el entendimiento,
derrochando ilusión por un futuro que pocos veíamos claro. La vida ha sido tremendamente
injusta con este hombre que debió abandonar la política casi por la puerta de
atrás en medio de la indiferencia del personal. Décadas después, cuando todos
empezamos a admirar su enorme legado sucesivas tragedias familiares y una cruel
enfermedad le impidieron recibir el reconocimiento que merecía, empezar a
cobrar algo de la enorme deuda de
gratitud que le debíamos. Porque por fin lo entendimos, y bien que nos costó:
Adolfo Suárez era un líder como nunca habíamos conocido y además de los buenos.
Mucho me temo que seguiremos siendo injustos con él y no vamos a saber
despedirle como se merece. Siento y lamento que en este país no sabemos ser
suficientemente agradecidos con quienes más se lo merecen. Nos ha pasado con
los padres de la Constitución que ya nos han abandonado. Sería muy
reconfortante que no le falláramos una vez más a Adolfo Suárez.
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Comentarios
Últimos comentarios de los lectores (2)
27128 | Cuquiña - 21/03/2014 @ 22:55:22 (GMT+1)
Sr. Peiró, sabía que esto iba a ocurrir, pero vd. al menos reconoce que estaba equivocado, lo cual le honra, y lo que iba a ocurrir produce un poco de asco, y es ver que todos los que abandonaron a Suárez sin reconocer el enorme papel reconciliador que llevó a cabo durante la Transición tan denostada hoy, y que fue un encaje de bolillos asombroso poniendo de acuerdo a gentes en las antípodas y consiguiendo que se optara por la REFORMA y no por la RUPTURA, ahora resulta que eran amiguísimos, jugaban al golf con él, cuando ha tenido que sufrir la traición de los suyos, algo doloroso, y el acoso inmisericorde de los socialistas que lo más suave que le llamaron fue "Tahúr del Misissipi". Claro que todos estos reconocimientos llegan tarde, cuando ya su cabeza no está en este mundo y su cuerpo a punto de abandonarlo. Suárez ha hecho Historia de la buena, a otros ni se los mencionará. Mi sentimiento y mi admiración a un hombre que intentó y consiguió al menos entonces unir a los españoles de todas las ideologías
27111 | Robespierre - 21/03/2014 @ 15:52:07 (GMT+1)
Hable por usted, señor Peiró, los ciudadanos españoles, el pueblo, sí supimos reconocer en su momento a Adolfo Suárez (por cierto, aún está vivo), incluso quienes no compartíamos su ideología política, como lo demuestra el que fuera elegido por dos veces consecutivas para pilotar la nación en aquellos años tan difíciles. Quienes no quisieron verlo fueron precisamente sus compañeros de UCD que le traicionaron presionados por la patronal empresarial y bancaria. No necesitamos que pasaran décadas ni que le aquejara la terrible enfermedad para reconocerle y agradecerle todo su sacrificio y esfuerzo. A mí, en 1977, con 20 añitos y considerándome socialista como lo sigo siendo hoy, jamás me avergonzó reconocer ante todo el que quisiera escucharme que admiraba a Suárez, lo que provocaba las más crueles mofas entre mis allegados (algunos de ellos, tan maoístas, tan trotskistas entonces, han acabado confluyendo con la ultraderecha). De hecho, incluso llegué a dirigir la campaña electoral del CDS en mi provincia en 1982. El problema de los analistas políticos es que escriben desde su torre de marfil y se inventan la realidad a su conveniencia, pero no saben lo que piensa ni siente el pueblo. Y eso que usted es de los mejores.
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