Cuando desaparece físicamente Adolfo Suárez,
tenemos la certeza de que empieza una nueva era. Y de que alguien como el gran
ex presidente nos resulta necesario para abordar esta segunda transición por la
que ya caminamos. Me contó hace algunos días
Adolfo
Suárez hijo --qué emotiva rueda de prensa protagonizó este jueves
el descendiente del duque de Suárez-- que su padre estaba nuevamente
hospitalizado, víctima de una neumonía. Era un asunto grave para quienes
seguimos día a día, con inquietud, los avatares de la salud precaria del gran
Adolfo Suárez, ochenta y un años físicos, diez
de ellos perdidos para la consciencia. Tras esta llamada de Adolfo Jr., escribí
unas líneas de urgencia, reconociendo, decía yo, que soy, desde que tuve la
fortuna de tratarlo personalmente, un enorme admirador del duque de Suárez.
Cuando, como yo hago estos días, repasas
lo que ocurrió hace casi cuarenta años, te das cuenta de la enorme figura de
aquel presidente con un par, capaz de dar la vuelta a un Estado en once meses,
desde julio de 1976 hasta las elecciones de junio de 1977. Todo lo demás,
elaboración de la
Constitución incluida, es casi accesorio, aunque también
admirable. Y meto en el mismo saco, escribía yo, la gallardía con la que supo
enfrentarse, aquel aciago 23 de febrero, al energúmeno que tomó, pistola en
mano, el Congreso de los Diputados.
El valor a Suárez se le suponía. Por eso no me admiró cómo salió al paso de los
subfusiles de los guardias civiles mal uniformados y peor encarados que
zarandeaban al teniente general
Gutiérrez
Mellado. Me hubiera sorprendido cualquier otra reacción. Pero
reconozco que, cuando le conocí, cuando, por primera vez a mis veintipocos años
me dirigió la palabra, jamás hubiera pensado que, en once meses, aquel hombre
con apariencia corriente, que no era número uno en cualquier oposición de
elite, que no había escrito tratado alguno de Derecho Constitucional, que había
vestido hasta el día anterior la camisa azul de falangista, que no hablaba otro
idioma que el español de Avila, pudiese poner patas arriba todo el arquitrabe
del franquismo.
Y lo hizo. Con ayuda del
Rey. Con
ayuda de
Felipe González, de
Carrillo, de
Tarradellas, de
Martín Villa,
de
Ajuriaguerra, de
Nicolás Redondo, de
Marcelino Camacho, de algunos en la
patronal como
José María Cuevas,
de algunos en la Iglesia
como
Tarancón, y en el Ejército,
como el mentado '
Guti', y de
tantos otros, lo hizo. Cambió la estructura partidaria, las leyes básicas, la
estructura laboral y económica, las relaciones internacionales. Todo. En menos
de un año.
O sea, que sí se puede. Comprendo que este hombre que se nos va apagando y del
que de modo inminente tendremos la postrera y fatal noticia, es aún una
amenaza, por las comparaciones que llegarán, para quienes nunca serán como él.
Para quienes podrían ser como él y han renunciado a serlo, porque es más
sencillo mantenerse en el carril de la administración sabia de los tiempos, de
las dosis de prudencia calculadas. Adolfo Suárez nos falta ya y ahora
comprenderemos cuánto necesitamos a alguien como él y miraremos en derredor y
entonces, nada o casi nada. Pocos hombres pueden decir, desde el más allá, que
su muerte significó el fin de una etapa -cuarenta años van a cumplirse desde
la desaparición de Franco y la asunción del Rey-y el inicio de otra. Adolfo
Suárez es uno de ellos, uno de esos elegidos.
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