lunes 10 de marzo de 2014, 11:16h
Esta semana que viene nos trae dos fechas importantes a los
españoles. El décimo aniversario de los atentados de Atocha y de la
victoria socialista de 2004. Inevitablemente seremos muchos los que
escribamos o hablemos públicamente de ambas efemérides, y escribo estas
palabras sin estar muy seguro de si participar en la conversación es ya
un pecado de por sí, o si el pecado depende de lo que uno diga. Apostaré
por lo segundo.
Hace unos días en un programa de televisión el entrevistador le decía
al presidente Rodríguez Zapatero: «sales de presidente gracias a un
atentado». Al oírlo sentí dolor, pero recordé que ese dolor no importa
absolutamente nada, que es un dolor egoísta, estúpido. Pensar que
aquellos terroristas nos amargaron la victoria a los socialistas o,
mucho peor aún, molestarnos porque algunos puedan pensar que nos dieron
una victoria amarga, es no tener sentido de la medida. De todos los
daños que hicieron los terroristas aquella mañana de marzo de 2004, el
nuestro, el que nos hicieron a los socialistas, es el que menos importa.
Nada, no importa nada, por eso decía que es posible que solo hablar de
esto sea un pecado, independientemente de lo que uno diga.
Y, sin embargo, siento la obligación de hablar de ello, porque no sé
si el silencio es mejor, porque no sé si esa extraña manía de no
defendernos tiene algún valor moral y político. ¿Qué quiere decir el
entrevistador cuando dice «gracias a un atentado»? Esa es una inexacta
forma de hablar, porque lo cierto es que obtuvo su victoria gracias a
los votos de los ciudadanos. Si lo que quiere decir es que votaron
obedeciendo la voluntad de los terroristas, también debería considerar
la posibilidad, más respetuosa, de que los ciudadanos votaran en función
de su juicio sobre la gestión del gobierno y la oposición, incluida la
gestión del atentado. Atribuida a las bombas, resulta que para algunos,
la peor consecuencia de ese atentado es la victoria de los socialistas, y
de José Luis Rodríguez Zapatero en concreto. No los mutilados, no los
muertos, no los huérfanos, no los padres que se quedaron sin sus hijos,
sino la victoria de sus adversarios políticos.
Las derrotas políticas tienen arreglo. Los perdedores del 14 de marzo
de 2004 ya se curaron de su derrota, apenas ocho años después, con una
abultada mayoría absoluta. Los perdedores del día 11 están lejos de
curarse de sus heridas, enormes e irreparables. El tiempo separa cada
vez más ambas fechas entre sí y, paradójicamente, nos acerca más la más
lejana. La sociedad española, quizá sabiamente, reprimió en lo posible
el debate sobre el porqué de aquel atentado. Ciertas élites de la
derecha, sin embargo, todavía siguen obsesionadas con el para qué. Hacen
mal en despreciar el silencio que las encubre.
En los días previos al atentado acariciaba, despierto, un sueño
posible. El CIS acababa de publicar su encuesta preelectoral.
Preguntadas veinticuatro mil personas a quién preferían de presidente,
un 34% respondió que a Zapatero, y un 33% a Rajoy. Igual la victoria
socialista no era tan imprevisible. Nada es seguro, salvo la muerte. Y
nada es más triste e irreparable. Ya solo importan los sueños de todos
los que ese día dejaron de soñar para siempre.