Dice
Alberto Ruiz Gallardón, ministro
de Justicia, que la votación de su grupo, unánimemente contraria a la
Proposición no de Ley socialista que pedía la retirada de la reforma del
aborto, es un "mandato" recibido de los suyos para seguir adelante con el plan
reformista. Se siente, dicen fuentes cercanas al ministro, "fortalecido" con
esta votación de los 'suyos', desconociendo así los debates internos de los que
todos hemos ido sabiendo, reunión tras reunión de los dirigentes del Partido
Popular. Sabe perfectamente Gallardón, y lo saben todos en el grupo
parlamentario Popular, y en el partido, y en el propio Gobierno, y en todas
partes, que esta reforma no se pondrá en marcha en esta Legislatura. Es decir,
que no se pondrá en marcha nunca. Pero no importa: el ministro de Justicia, otrora
aspirante a las máximas jerarquías del poder, ya ha rendido su postrer servicio
a la causa; todos pendientes de algo que ni es, ni va a ser, ni nadie consideró
necesario hacer cuando abruptamente se propuso. Y, mientras todos miramos hacia
el absurdo debate sobre una reforma que casi nadie pedía, al menos por ahora
-porque la que hizo
Zapatero también resultaba perfectamente innecesaria--, se
olvidan los grandes temas de Estado que están ahí, pendientes, amenazantes, y
que nadie quiere abordar con la urgencia y profundidad necesarias. Así que loor
a Alberto Ruiz Gallardón, que nos hace olvidar lo imprescindible para
obsesionarnos con lo superfluo.
Me dolió escuchar a la
portavoz socialista,
Soraya Rodríguez, decir en la sesión de control
parlamentaria al Gobierno que este "pisotea", como siempre, a las mujeres. El
ministro replica con su torrente habitual de palabras altisonantes que los
socialistas "solo quieren dividir" a las filas prietas del Ejecutivo. A esto se
ha reducido el debate sobre algo tan doloroso, íntimo, intransferible, como la
regulación de la interrupción del embarazo, un tema con el que jamás se debería
jugar en política.
Pero yo temo que sí se está
jugando. Mientras las bancadas populares, socialistas, nacionalistas,
izquierdistas y hasta abertzales aplauden o abuchean con entusiasmo sobre
reforma sí-reforma no, otras muchas cuestiones, de fondo, que afectan de veras
a la marcha del Estado, permanecen ajenas a los trabajos parlamentarios. A mí,
por poner un ejemplo, que uno de los padres de la Constitución, y encima
defensor de la infanta Cristina en el feo 'asunto Noos',
Miquel Roca, diga que
el Estado de las Autonomías "está agotado" me parece cuando menos digno de ser
tomado en cuenta. Es cierto que el mismísimo Roca ya dijo algo parecido hace
nada menos que treinta y cuatro años, casi recién aprobada la Constitución.
Pero ahora, cuando están a punto de cumplirse cuatro décadas del reinado de un
Monarca que, en su primer viaje al extranjero en meses, aparece fotografiado
junto con
Mario Soares,
Giorgio Napolitano y
Aníbal Cavaco, toda una
eurogerontocracia que se renueva a pasos agigantados, parece que la advertencia
de Roca cobra un nuevo sentido. Resulta imposible no ver que hay aspectos de la
Constitución que están agotados, máxime cuando, en estos tiempos de
inestabilidad en Navarra, pongamos por caso, mantiene una peligrosa disposición
transitoria que sería un arma arrojadiza en manos de unos gobernantes
independentistas, algo que ya vemos que no es precisamente impensable. Y este, repito,
es apenas un ejemplo. Hay muchos más, pero ¿para qué reiterarlos?
Estamos ante un debate sobre
el estado de la nación que debe depararnos, confío, algunas sorpresas. Hablan
de un anuncio de remodelación gubernamental, de una declaración conjunta sobre
el fin de ETA...Yo qué sé. Es el caso que un simple deambular por los pasillos
del Parlamento te convence de que las aspiraciones de eso que ha dado en
llamarse 'clase política' van, en el fondo, mucho más allá de que si el
borrador de Justicia sobre reforma del aborto va a ir a la tramitación del
Congreso con alteraciones sobre el texto surgido del equipo gallardoniano o si
el ministro mantendrá su promesa de no cambiar una coma. Ya digo que da lo
mismo, porque esa reforma, con o sin alteraciones sobre el 'manuscrito'
original, no va a ver la luz. Pero, eso sí, está produciendo la oscuridad.
Gallardón, con ello, ya está amortizado: es el pararrayos, todos le miran y,
por tanto, no miran a otra parte. ¿Seguirá, como el Cid, cabalgando tras su
victoria de imagen?
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