Debo admitirlo: esperaba más
del discurso con el que
Mariano Rajoy clausuró la convención del Partido Popular
este domingo en Valladolid. El presidente atacó largamente la etapa anterior
(socialista), sin olvidar algunos alfilerazos a
Pérez Rubalcaba, al que no citó
expresamente; se extendió en párrafos de satisfacción por las reformas ya
realizadas y por la moderadamente buena situación económica a las que tales
reformas están conduciendo, elogió a los ciudadanos -"alguien tiene
que decir a los españoles que lo están haciendo bien"-y anunció más
reformas, pero esta vez con bajada de impuestos añadida. Nada excesivamente
nuevo, me temo. Personalmente, eché de menos alguna alusión, aunque hubiese
sido de pasada, a posibles cambios en la orientación política, variaciones en el
rumbo y en la trayectoria en tantos campos en los que esos ciudadanos (a los
que, ahora que vienen elecciones, se halaga) piden más, según gritan las
encuestas.
Tan escasamente autocrítico anda
Mariano Rajoy que hasta obvió las transformaciones llevadas a cabo por
Adolfo
Suárez en la primera transición, al decir que "no ha habido en España,
nunca, un proceso de reformas tan importante como el que hemos acometido".
La satisfacción del presidente del Gobierno y del PP era obvia: los asistentes
aplaudían a rabiar y todo el mundo parecía salir contento de esta convención a
la que han asistido casi todos los ministros, casi todos los presidentes
autonómicos del PP y muchos de los alcaldes de esta formación. En Valladolid,
este fin de semana, ha estado concentrada buena parte del poder político
imperante hoy en España. Y todo han sido, hasta donde yo he podido escucharlos,
cantos a la unidad y minimización de las escasas voces disconformes o
disidentes que pudieron escucharse en días pasados. Bueno, y también rumores de
pasillos sobre quién puede encabezar qué candidatura...Cosas secundarias,
con la que está cayendo.
Numerosas decepciones en este
tipo de actos, protagonizados por todos los partidos, no me impidieron llegar a
la capital castellano-leonesa con la esperanza de escuchar un esbozo de
programa regeneracionista. Más bien me topé con discursos que atacaban las críticas,
satisfechos con lo caminado hasta ahora, en los que nada se echaba de menos.
Vamos en la buena dirección y las cosas tienden a mejorar, nos repitieron.
¿Para qué amargarse la vida planteando cambios de mayor envergadura, o aludiendo
de forma algo más directa a como se hizo a los casos de corrupción? Me asusta,
la verdad, ese 'todo va bien' que impera en nuestros pagos
políticos y que sustituye al aún más peligroso 'todo va mal'. Entre
un extremo y otro, el país se balancea. Rajoy dijo hace dos años que no se
comprometía solamente a salir de la crisis, sino a cambiar la realidad española.
Lo primero puede que lo vaya consiguiendo, aunque ni usted, querido lector, ni
yo, nos hayamos enterado todavía. Lo segundo parece una cuestión de percepción:
Rajoy cree que la realidad española es una; algunos, o muchos, o bastantes,
creemos que, si no es otra, no es exactamente esta rosácea que nos presenta la
fuente de casi todo poder.
Y ahora ¿qué? La ración de
botafumeiro al jefe y de autosatisfacción en el delegado asistente a la 'cumbre'
ya se ha colmado. La campaña preelectoral para las europeas ya ha comenzado.
Ahora, ignoro si Rajoy tiene prevista munición algo más concreta para
dispararla en el próximo, aún no oficialmente convocado, debate sobre el estado
de la nación. Pero uno se teme que en Valladolid se ha perdido, a base de
vanagloriarse, una oportunidad de alcanzar la gloria. Lástima.
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