No fuimos lo que se dice
amigos en el colegio de los jesuitas de Tudela, aunque te recordaba muy bien de
las clases y de tu potente fútbol. Tú andabas más con los vascos y yo más con
los pocos de Madrid. Nuestra verdadera
amistad vino después, cuando en noviembre de 1.965, llegaba yo temeroso al
aeropuerto de Calcuta procedente de Karachi. Entonces estaba en apogeo la
guerra de Cachemira entre India y Pakistán y antes de abordar el avión, personal de la SAS me había advertido de que el vuelo haría parada
técnica en Calcuta y que, si yo descendía, me arriesgaba a ser arrestado. Así
que puse un telegrama a nuestro vicecónsul honorario en la ciudad india para
que viniera a esperarme al aeropuerto y prestarme ayuda.
Cuando llegué, allí
estaba el bueno de Ray Chawdury, hijo del rajá dos Santos, que me allanó dificultades y me dijo en inglés,
porque ni jota de español, que un gran amigo había venido a recibirme. Interpreté
que ese gran amigo era él, pero la sorpresa fue monumental al salir de la aduana y verte con la sonrisa
socarrona y los brazos en cruz para
abrazarme. (Veintipocos años teníamos,
Manu)
Habías llegado hasta allí
en todoterreno, con la Trans World Expedition, para escribir un libro y
hacer trabajos de free lance. Yo
venía de cubrir avatares de Oriente Medio para el desaparecido diario Madrid e iba camino de Vietnam y de diez
países más. A vosotros os habían requisado el vehículo en el Pakistán Oriental
( hoy Bangla Desh) y estabais en la ruina. Vivías en el Salvation Army. En cambio yo, como corresponsal volante y económicamente
estable, me alojé en el Grand Oberoi, en la avenida Nehru, el mejor hotel de
Bengala.
Lo pasamos en grande.
Todo el día juntos de aquí para allá charlando en restaurantes, en la calle o
bebiendo cervezas en mi hotel. Hice mis reportajes y me fui a Vietnam pasando
antes por Thailandia. Y desde entonces unidos por vínculos profesionales y por
una amistad muy grande. Te propuse con éxito como corresponsal del diario
Madrid en Vietnam, o al menos nos comprometimos a comprarte crónicas e hiciste un gran trabajo.
Es curioso que tres antiguos de
Tudela (que yo sepa), con un número relativamente reducido de alumnos, hayamos
desempeñado aquella corresponsalía de guerra y en tan breve plazo de tiempo.
Primero llegué yo y a poco Miguel de la Quadra- Salcedo, que venía a
trabajar y con su mujer en viaje de novios (se acababan de casar en Tokio). La
estancia de Marisol en Saigón era insostenible y viajé con ella a Bangkok donde quedó en nuestra embajada y yo
proseguí ruta a Kuala Lumpur. Unos meses después llegaste a cubrir la guerra. Miguel
y tú volveríais con alguna frecuencia.
Sabes que encontré cartas
tuyas (¡ ah las comunicaciones de entonces, nuestra pesadilla!) desde Laos,
Bangkok y Saigón. Lástima que tú no tuvieras las mías. Creo que aquella
correspondencia hubiera sido un compendio editable de la dureza de las
corresponsalías de entonces, especialmente en el tercer mundo. Sin
comunicaciones por satélite, sin correos electrónicos, sin siquiera fax, con
teléfonos y teletipos con demoras desesperantes. Además, con billetes de avión carísimos. Aunque también es cierto que conocimos
ciudades abarcables y abrazables, y una
convivencia y unos paisajes urbanos ya devorados en la noche de los tiempos. Los dos hemos
vuelto por aquellos escenarios de nuestras fatigas y nos han decepcionado la
uniformidad de las nuevas ciudades con la impertinencia del gigantismo y el
severo trastorno de las relaciones humanas.
A tu vuelta de aquel periplo, del que saldría
tu libro "El camino más corto", (yo regresé antes por Japón y tú por Australia)
nos embarcamos en la fundación de la agencia de noticias Colpisa, del primer sindicato español de periódicos, donde yo
estuve solo seis meses y tú un montón de años hasta situarla en las más altas cotas del periodismo. Después
de un paso por la dirección de otra agencia, Lid, fundaste la tuya propia, Fax
Press. Y si ya eras independiente, lo
fuiste todavía más. Supiste rodearte de excelentes profesionales, lo que
permitía tus ausencias de la redacción para cubrir guerras y cualquier tipo de
eventos, o dar la vuelta al mundo en ochenta y un días siguiendo la ruta del
inefable Fogg. Y escribir un montón de libros.
Y conforme tú acumulabas
más y más prestigio, te iban dando premios y premios. Hasta el último, el
ingreso en la Orden
del Mérito Constitucional, con la consiguiente condecoración que te impuso la
vicepresidenta del Gobierno en loor universitario. Ya eras excelentísimo señor,
lo que no sabías muy bien para qué servía.
Ya para entonces la diabetes había sentado dolorosamente tu vida y te
segó lo que más querías, la independencia. No la de criterio, que esa era
ingobernable por alguien que no fueras tú, sino la de simple movimiento.
Después, el progreso voraz del mal que fue lento pero implacable. Y entraron en
tu vida dos nuevos amigos que cuidaron con mimo en tu vida postrada: Manolo, el
médico jotero, tu centinela cotidiano y Gabriela, la dedicación en la vigilia ,
la búlgara que se hizo cargo, literalmente, de tu existencia. Tiempos muy duros
los de los últimos años, aunque te arrancamos algunas risas que tus amigos
guardábamos como trofeos.