sábado 18 de enero de 2014, 13:58h
Dice
Pere Gimferrer que la poesía debe tener poco que ver con el
Telediario, en el sentido de que la actualidad no moje las letras de
los versos. Pero creo que a veces, cuando se sustentan cambios
estructurales, de los que nacerá una sociedad desorientada, la
poesía tiene que ser una voz más de protesta, o de alarma, o quizá
un grito de guerra para los que necesitan ir a la batalla. Ahora, en
estos momentos, ocurre eso. Nadie puede dudar de que con la
globalización de la economía se está produciendo un ataque con
misiles a la clase media, a la aspiración que encarna de serenidad
social.
Como
dice Zigmund Bauman (Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y
Humanidades) casi ha desaparecido la certeza de se pueda tener
trabajo mañana, y eso hace que se viva en un estado de constante
ansiedad. Si añadimos la horadante precariedad de los trabajos, o el
trepidante aumento de la indigencia, la ansiedad aumenta. Y si
también observamos el ataque, casi atómico, a las posibilidades de
culturización real, penalizando un consumo que debería estar
subvencionado, o la esperanza de prosperidad del pueblo, es difícil
negar que vivimos en la frontera de dos mundos. El de hace casi nada,
ya antiguo, y el moderno, que es una vuelta de tuerca más a la
histórica lucha entre la opresión económica y el derecho a la
felicidad.
Y
si hay que decir lo más destacado de este mundo "moderno",
hablaría, sobre todo, de la desigualdad. Es algo así como el
regreso de un virus social que creíamos en retroceso. Ya hay
informes, como dice Bauman, que dicen que en Estados Unidos las
desigualdades están llegando a los niveles del siglo XIX. Y aquí,
qué decir, con cientos de miles de trabajadores sin ningún ingreso,
millones sin esperanza del trabajo, generaciones perdidas... Si el
extraterrestre de Eduardo Mendoza, Gurb, nos observara, percibiría
con imperturbable objetividad que la sociedad se siente maltratada,
magullada. Se siente defraudada por casi todos los poderes que la
rodean, demasiado expertos en mirar para sí mismos y en olvidar,
obviar, manipular, la realidad, para que cuadre con sus necesidades
muchas veces espurias.
En
el siglo pasado hubo un debate entre lo que se llamó poesía
veneciana y poesía social. La primera se producía en una torre de
marfil, y la segunda llevaba un magma ideológico en sus versos.
Quizá ese debate ahora es innecesario, porque la ideología, debido
a un sinfín de decepciones, está entre los jinetes que la sociedad
desprecia y ve como causantes de sus males. Pero sí hace falta una
poesía de calle. La voz de los que aman y viven de la palabra puesta
a disposición de los que luchan por su dignidad, de los que no
quieren permanecer callados ante el acoso diario.