En realidad, el año que
decía la semana pasada, se cumple ésta. El 16 de noviembre se colgó
la primera "Lágrimas de cocodrilo"
en este espacio acogedor y virtual. Y por aquí han pasado, desde mi
libertad, casi doscientos libros y casi siempre para bien. Creo yo.
Yo creo que, así como los
escritores tienen que tener una historia qué contar, los críticos y
los periodistas también. No es que ninguno tenga que ir a piñón
fijo: esa "historia qué contar" es algo que está en el fondo,
detrás de los "productos" que resultan ser escritos, que
terminan por adquirir esa carne de palabras que, con menor o mayor
fortuna, sale al papel o a la pantalla, al escaparate de la librería
o, más tarde, a... a iberlibro.com, por así decir, y a los
tenderetes de las ferias de segundo mercado. Es una vida larga la de
los libros, aunque duren tan poco en esas mesas de novedades en las
que se han convertido las librerías y hasta las columnas y
suplementos literarios. Que, al final, somos un poco como
anunciantes.

Por ese lado, tiene razón
Félix de Azúa en su
Autobiografía de papel,
recién aparecida en Mondadori: producen (producimos) productos.
Mercancías. Pues mira, si. Pero no sólo. ¿No hay en cada
escritor, en cada poeta, ese temblor de la creación que es
insustituible, al margen de la calidad de lo que consigue?
Reconozco que en la
historia qué contar que no acabo de desentrañar -se va contando
en capítulos, por pasos; en los artículos, en los ensayos, en las
novelas- hay en mi caso un respeto infinito por los creadores, aunque
también haya, en los ojos de la lectora ávida y omnívora que soy,
un gusto especializado que tiene que ver con..... uf, con tantas
cosas. Con tantas lecturas. Con lo que yo he ido entendiendo como
calidad. Y una preferencia intelectual por lo que Azúa
llama escritura artística.
Y si: una contradicción, que es la que me hace preferir hablar a
favor de lo que me gusta o me interesa, sin perdonar la vida a nadie.
Otros críticos se hacen la carrera a base de las demoliciones. Yo
prefiero extender lo que prefiero.
Es una concepción del
papel de la cultura -y del propio papel, en ella- que es el punto
en que disiento de Félix de Azúa.
De su lado.... orteguiano. Claro que estoy con la inmensa
minoría, y que puedo estar de acuerdo hasta
con su feroz lectura de Juan Ramón Jiménez
-que, a su vez, era también un lector feroz. Pero ¿no es posible,
sin rebajar planteamientos, trabajar por conseguir la ampliación, el
acceso de cada vez más gente, a ese gusto minoritario, elitista,
exquisito? ¿A lo que tiene de sutiles movimientos del alma, léase
la inteligencia y la sensibilidad, el conocimiento, que de verdad
ocurren en esas obras de apariencia experimental y formalista?
Contradicciones, ya digo.
Por ejemplo, yo no creo que Juan García
Hortelano fuera un escritor realista, en el
sentido en que tampoco lo es -y qué bien lo ve Azúa-
Rafael Sánchez Ferlosio.
Tampoco creo que fuera sólo una buena persona, aunque lo era, y muy
buena. Y, a quién no fascina el brillo de la inteligencia malvada?
Entre narradores orales, y los dos lo eran, geniales, prefiero la
gracia de Hortelano a
la crueldad de Benet.
Pero bueno, yo soy una chica. Y Félix de
Azúa, que es un escritor brillante,
participa en esa actitud de desprecio y ninguneo demoledor, que a
veces creo fruto de la mala memoria.

Otro narrador oral genial,
y malvado, el pintor -y escritor e infatigable lector de gusto
exquisito- Eduardo Arroyo,
inauguró ayer una exposición que ilustra, de algún modo, lo que
digo. En la galería de Álvaro Alcázar
se veía una antológica de obra sobre papel desde los años ochenta,
y allí, en esas paredes, estaba la historia, coherente y rotunda,
que ha ido contando Arroyo
a lo largo de toda su pintura. Esos personajes recurrentes, esas
referencias literarias, filosóficas, poéticas, o históricas -había
una rapada de Langreo, por ejemplo, pero también estaban Sigmund
Freud y Blanco White,
Panamá Al Brown, -el
boxeador sobre el que Arroyo
ha publicado un texto- o Simenon,
o personajes como el Quijote, Caperucita, Fantomas o Micky Mouse. Y
había claramente esa preferencia de Arroyo
por los perdedores, que es algo que rezuman sus cuadros, y que viene
a contar que, si todas las historias, todas las vidas, terminan mal,
algunas acaban peor que otras. O al menos, hay muchas que tienen que
atravesar desiertos, y de ese palo, bendito el que no tenga una
escoba.
Yo no creo que la cultura
sea justa, ni en las famas ni en las valoraciones. Tampoco creo que
su democratización sea un mal. Si creo que disfruto con ella, y no
me molesta nada, pero nada, que otros muchos lo hagan. Estoy pensando
que, justo por ahí, va la historia que yo cuento. La que llevo justo
un año contando en estas páginas, y el resto de mi vida por esos
mundos de dios.
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